Por: Diego Ruiz Thorrens/ En días pasados revisando las redes sociales, encontré un espeluznante mensaje en las noticias (news feed) de Facebook dónde una de mis amigas, alguien quien quiero mucho, denunciaba que había sido sujeto de intimidación verbal y acoso callejero mientras se dirigía caminando como todos los días lo hace a tempranas horas de la mañana, a tomar el transporte público en la estación Provenza de Metrolínea.
En su relato, compartía que nunca había sentido en su vida tanto miedo como en aquel momento: que las expresiones de aquellos hombres, la forma como arrastraron las palabras, la indiferencia de la gente más la desproporción en número (tres hombres contra una mujer solitaria) hicieron del escenario una perturbadora experiencia.
La denuncia virtual tuvo de forma inmediata respuestas de apoyo y de solidaridad. No obstante, a mi naciente indignación apareció un nuevo sentimiento (llámese, sentimiento de impotencia) que terminó por atrapar con mayor fuerza toda mi atención, y fueron los impactantes testimonios de varias mujeres en el espacio de aquella misma denuncia. Todas y cada habían afirmado que en algún instante de sus vidas sintieron esa misma sensación de amenaza, de verse a sí mismas reducidas, pequeñas, muchas veces atrapadas cuando un hombre, o varios, en gallada o en manada, se “inspiraban” y verbalizaban (sin que nadie se los solicitara) piropos que en todos los casos rayaban con lo vulgar y lo perverso. Señores, eso se llama acoso callejero.
¿Será quizás para la gran mayoría de los hombres realmente difícil comprender que los piropos por más dulcificados que deseen ser expresados también son una forma más de violencia? ¿Será acaso muy duro de entender, que en un país como el nuestro dónde todos los días decenas de cientos de mujeres son maltratadas o golpeadas, violentadas y asesinadas, éste acto de verbalizar un “cariñito” cómo le he escuchado a más de un hombre decir, despertará en ellas su más afinado instinto de prevención? ¿Será que realmente ningún hombre puede deducir que esto, el acoso callejero, sencillamente y llanamente se llama violencia?
Algunos hombres sienten orgullo por tan gallardo “acto” cómo es el expresarle a una mujer (mujeres que en la gran mayoría de los casos ni siquiera conocen sobre su vida o su historia) cuán linda y hermosa pueda ella estar. Aquí, quizá de manera inconsciente, estos hombres pensarán que con ello aportarán gratamente al “autoestima” de la “damisela” elegida, reafirmando así de paso su masculinidad innata (principalmente cuando el piropo es proferido en voz alta y en la compañía de otros hombres) como si con ello se satisficiera la necesaria y urgente reafirmación de masculinidad frente a sus pares.
Señores, es aquí dónde quisiera expresarles algo que es el más sencillo y fundamental elemento que ustedes podrán recibir y que al parecer muchos hombres no tuviesen presente: no existen mujeres “bellas” o mujeres “feas”. No existen mujeres “buenas” o mujeres “malas”. Existen sencillamente Mujeres. Nada más. Y ellas, ni están pidiendo ser “halagadas”, ni están deseando la aprobación de nadie. (¿Será difícil comprender esto?).
Los piropos no son halagos. No son “regalos” que las mujeres piden escuchar. Un piropo es una forma agreste de intimidación, de cosificación de los cuerpos y la sexualidad de las niñas, las adolescentes y de todas y cada una de las mujeres, buscando reducirlas a simples objetos propensos a ser violentados.
Algunos colectivos feministas y agrupaciones de mujeres han apostado por la transformación del acoso callejero por medio de acciones pedagógicas, acciones que ayudan a develar la manera como los hombres perciben su realidad a profundidad frente a la Mujer, y que expone las diferentes razones de validación social de éste tipo de comportamiento machista y violento. No obstante, nos hace falta mayores y más contundentes acciones que transformen el miedo y la inseguridad que sienten miles de mujeres cuando deben enfrentarse a éste tipo de fenómenos que destila el más peligroso de los machismos.
En casi todos los casos dónde las mujeres se han rebelado frente a la violencia verbal y al acoso callejero, éstas han visto en riesgo su integridad física, o han sido expuestas a motivos de burlas frente a su propia sexualidad. A ello, sumemos que en nuestro país el acoso callejero no está tipificado como delito punible (ni siquiera el nuevo código de policía) excepto, cuando la integridad de la mujer se ve en inminente riesgo.
Únicamente, encontramos tipificados como delitos punibles las distintas modalidades de Acoso Sexual. Una de ellas es la que expresa el artículo 210 A del Código Penal, el cual establece que “El que en beneficio suyo o de un tercero y valiéndose de su superioridad manifiesta o relaciones de autoridad o de poder, edad, sexo, posición laboral, social, familiar o económica, acose, persiga, hostigue o asedie física o verbalmente, con fines sexuales no consentidos, a otra persona, incurrirá en prisión de uno (1) a tres (3) años”).
El Acoso Sexual en el Trabajo (Ley 1010 de 2006, que busca prevenir, corregir y sancionar todas las conductas que vulneran la dignidad humana de los trabajadores del sector privado y público), y el Acoso Sexual expreso en el Código Disciplinario Único.
Muchos de los piropos que las mujeres oyen en la calle cuando van caminando pueden describirse como Agresivos, obscenos, irrespetuosos, abusivos e intimidantes. Tristemente, nuestra más arraigada cultura Santandereana (y que también aplica a toda la cultura Colombiana y Latinoamericana) pretender proyectar el piropo callejero como un halago, una forma de “cortejar a la antigua a las mujeres”, y no como lo que realmente es.
Es hora de entender que eso que tu llamas piropo, es acoso callejero.
Twitter: @Diego10T