Por: Édgar Mauricio Ferez Santander/ Esta tensión estructural es abordada en el libro La ley y la trampa en América Latina, que propone una mirada cruda pero lúcida sobre las instituciones como conjuntos de reglas sancionadas oficialmente que estructuran el comportamiento humano hacia objetivos específicos.
En este marco, una institución fuerte según el análisis de los autores es aquella que define un objetivo valioso y logra alcanzarlo. Una institución débil, en cambio, fracasa en su propósito, ya sea por su falta de ambición o porque nunca se propuso lograr nada concreto. La realidad colombiana parece oscilar peligrosamente entre estos dos polos, acercándose con demasiada frecuencia al segundo.
Desde la Constitución de 1991, Colombia ha experimentado importantes transformaciones institucionales: descentralización, fortalecimiento de la acción de tutela, autonomía de la justicia y creación de órganos de control. Sin embargo, estas innovaciones han chocado con una cultura política profundamente marcada por la informalidad, la cooptación, la corrupción y la impunidad.
La historia reciente está llena de ejemplos donde las reglas oficiales conviven con prácticas paralelas que las vacían de contenido. El uso clientelista del Estado, las alianzas entre actores políticos y grupos armados, o los escándalos en la contratación pública, reflejan cómo las instituciones pueden ser utilizadas no para alcanzar fines públicos, sino para capturar recursos y proteger intereses privado.
La pregunta central que se desprende del libro es incómoda pero necesaria: ¿por qué, en lugar de fortalecerlas, ciertos sectores prefieren el debilitamiento institucional?
Primero, porque instituciones débiles son más fáciles de capturar. En un contexto donde el cumplimiento de las reglas es más la excepción que la norma, quienes detentan poder prefieren operar en zonas grises, donde las sanciones son improbables y las rendiciones de cuenta mínimas.
Segundo, porque la institucionalidad fuerte implica límites: a la arbitrariedad, al autoritarismo, al uso discrecional de los recursos públicos. En cambio, una institucionalidad débil permite que la trampa se normalice, que la ley se interprete según la conveniencia, y que las metas públicas sean sustituidas por agendas particulares.
Tercero, porque el debilitamiento se presenta a menudo como reforma. En nombre de la eficiencia o del cambio, se desmantelan organismos de control, se nombra a personas sin méritos técnicos, se erosionan procedimientos de vigilancia ciudadana o se ataca a la justicia. Lo vimos en la reciente crisis entre el ejecutivo y la Corte Suprema de Justicia, donde desde el poder se tildó a la institucionalidad judicial de “obstáculo político”, socavando su legitimidad frente a la opinión pública.
La paradoja es que Colombia vive en ella, necesita instituciones sólidas para resolver sus problemas estructurales la violencia, la desigualdad, la informalidad, pero muchas veces quienes las lideran tienen incentivos para mantenerlas débiles. Esta trampa institucional no solo debilita el Estado de derecho, sino que genera una ciudadanía desconfiada, apática y propensa al incumplimiento de normas.
Como explican los autores, el objetivo de una institución no puede ser vago ni decorativo. Tiene que ser claro, medible y legítimo. La eficacia institucional no se mide solo en la existencia de normas, sino en su cumplimiento real. Una institución que no logra orientar el comportamiento social hacia metas comunes, simplemente no existe en el sentido práctico.
Esto lleva a que revertir el debilitamiento institucional en Colombia exige una voluntad política sostenida, pero también una presión social informada. Se necesita más vigilancia ciudadana, más periodismo de investigación, más educación cívica y constitucional. Pero, sobre todo, se requiere una narrativa distinta, que entienda a las instituciones no como obstáculos, sino como herramientas colectivas para resolver problemas y garantizar derechos.
El camino no es fácil. Pero si queremos que la ley deje de ser letra muerta y que la trampa no sea el camino más corto, Colombia debe elegir fortalecer sus instituciones. No por una obligación moral, sino porque sin ellas no habrá futuro viable para nadie.
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*Historiador, Magíster de la Universidad de Murcia y Candidato a doctor en estudios migratorios Universidad de Granada-España.