Por: Diana Ximena Carreño Mayorga/ La vida, en su complejidad, nos enfrenta inevitablemente a situaciones difíciles: pérdidas, fracasos, enfermedades, crisis personales o profesionales. Sin embargo, algunas personas parecen encontrar en esos momentos una fuerza interior que no solo les permite sobrevivir, sino también crecer.
La resiliencia no es una cualidad innata ni exclusiva de unos pocos; es una habilidad que puede desarrollarse a lo largo de la vida. De hecho, muchos factores contribuyen a que una persona sea resiliente: el apoyo social, la autoestima saludable, las habilidades de afrontamiento, y, sobre todo, la capacidad de encontrar un propósito en medio del dolor. Viktor Frankl, psiquiatra y sobreviviente del Holocausto, sostenía que “quien tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo”. Esta idea subraya que el sentido de vida es un ancla poderosa cuando todo lo demás parece derrumbarse.
Cuando enfrentamos la adversidad, nuestras creencias sobre nosotros mismos, los demás y el mundo pueden tambalearse. La resiliencia actúa como una fuerza integradora que permite reformular nuestras experiencias dolorosas dentro de una narrativa de crecimiento. No se trata de negar el sufrimiento, sino de transformarlo en un motor de aprendizaje. Al reinterpretar la dificultad como una oportunidad de cambio, la persona resiliente encuentra una nueva perspectiva que le permite seguir adelante con esperanza y propósito.
El apoyo social también juega un papel fundamental en el proceso de resiliencia. Las relaciones significativas ofrecen un espacio seguro para expresar emociones, recibir comprensión y compartir estrategias de afrontamiento. Sentirse acompañado en momentos de dolor no solo alivia la carga emocional, sino que también fortalece la sensación de ser capaz de enfrentar la situación. Así, la resiliencia no es solo un esfuerzo individual, sino también un fenómeno profundamente social.
Otra característica importante de la resiliencia es la flexibilidad emocional. Las personas resilientes no se aferran rígidamente a un único modo de pensar o actuar. Son capaces de ajustar sus expectativas, redefinir sus metas y aceptar que la vida, muchas veces, no sigue el guion planeado. Esta capacidad de adaptación permite atravesar los cambios con mayor serenidad y menos desgaste emocional.
Vivir con sentido frente a la adversidad implica también cultivar la esperanza realista. No se trata de un optimismo ingenuo que niega la realidad de las pérdidas o el dolor, sino de una actitud que reconoce las dificultades y, aun así, cree en la posibilidad de mejorar. La esperanza actúa como un faro interno que guía en medio de la oscuridad, recordándonos que, aunque las circunstancias sean adversas, podemos elegir nuestra actitud y construir nuevas oportunidades.
Por último, es importante destacar que la resiliencia no significa ausencia de sufrimiento ni invulnerabilidad. Las personas resilientes sienten dolor, tristeza, miedo y enojo, como cualquiera. La diferencia radica en que logran transitar esas emociones, aprender de ellas y seguir adelante sin quedar atrapadas en el resentimiento o la desesperanza.
En conclusión, la resiliencia es un arte de vivir que nos invita a reconocer nuestra vulnerabilidad sin renunciar a nuestra capacidad de sentido y transformación. Frente a la adversidad, ser resiliente no es simplemente resistir, sino vivir con propósito, reconstruirse con creatividad y avanzar con una profunda fe en el valor de la vida, incluso en sus momentos más difíciles.
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*Psicóloga del Programa de Diversidad Sexual y Población LGBTIQ+ de la Secretaría de Desarrollo Social, alcaldía de Bucaramanga.