Por: Diego Ruiz Thorrens/ No sé cuántas veces he hablado o escrito sobre el tema, pero quiero hacerlo una vez más. Planteo de nuevo esta conversación buscando que, cuando identifiquemos a una mujer (niña, adolescente, mujer adulta o LBTQ+) que esté siendo víctima de violencia basada en género, nunca pero nunca emitamos un juicio sobre lo que está viviendo o realicemos cualquier tipo de señalamiento. Saber escuchar, pero, sobre todo, saber brindar una orientación adecuada puede literalmente salvar una vida. Afortunadamente, contamos con la labor que realizan, con el corazón y muchas veces de manera gratuita, decenas de personas y profesionales que deciden escuchar, sin algún tipo de prejuicio, los casos de mujeres que han sido víctimas de los más aberrantes tipos de agresión.
He aquí mi historia sobre mi experiencia escuchando a distintas víctimas de violencias basadas en género.
La primera vez que atendí un caso relacionado con violencia basada en género (VBG) fue aproximadamente hace dos décadas. Sobre este caso en particular, recuerdo de manera vívida mi preocupación por encontrar, expresar, las palabras más adecuadas que hicieran sentir cómoda y segura a la persona que requería, en ese momento, de mi ayuda, evitando generar cualquier emoción o sentimiento que desembocara en la revictimización. Como sobreviviente de violencia sexual, entendí desde el principio que abrir el corazón, relatar y compartir este tipo de experiencia no es nada fácil para ninguna persona, y con los años, comencé a comprender que el principal sentimiento que debemos ofrecer a toda mujer (niña, adolescente, persona mayor o LGBTIQ+) es el de la confianza, y estar siempre prestos y atentos al relato que en ese instante está siendo compartido. Entendí que escuchar se traduce en casi detener el tiempo para que aquella persona que requiere de nuestro auxilio pueda comentar, sin prisas ni contratiempos, todo su relato.
De esta primera experiencia, recuerdo una frase que hasta el día de hoy no he podido olvidar: “señor, muchas gracias por escucharme”. Esta frase, pronunciada al final de una historia cruda, penosa y dolorosa, nuevamente estuvo presente, hace poco tiempo, en la voz de una joven mujer quien, buscando orientación y asesoría jurídica, me brindó la oportunidad de escuchar su relato de vida. La joven víctima, una mujer de la comunidad LGBTIQ+ madre de una pequeña niña, venía solicitando, casi desesperadamente, orientación sobre qué hacer, cómo denunciar y cuáles rutas existen que puedan ofrecerle protección de manera urgente para salvaguardar su vida y la de su pequeña hija.
La joven mujer, al final de su relato, pronunció exactamente esas mismas palabras que ya había escuchado en anterior ocasión, casi expresando un alivio que, tanto ella como yo, sabíamos era temporal. No obstante, hubo algo en aquella frase que, de nuevo, me inquietó, que me pareció al mismo tiempo honesta y profunda, llevándome a preguntar si la victima ya antes había tenido la oportunidad de contar su relato, compartir toda su historia.
En ambas situaciones (y con los años, tristemente, con muchas historias más) la respuesta fue la misma: “Sí. Ya tuve la oportunidad de compartir mi relato”. En la primera agresión, la información que brindó un funcionario de turno de una institución que omitiré expresar, se basó en preguntar, cuestionar, si “quizá” los hechos ocurridos fueron resultado de un “malentendido”; y en la segunda agresión, un funcionario le sugirió a la víctima “conciliar” con su agresor “por el bienestar de la niña”, a pesar que ella había manifestado no convivir más con su agresor y de haber formado una nueva relación con una mujer. En ninguno de los casos, las víctimas fueron escuchadas a cabalidad, con el respeto que merecían. Mucho menos, les ofrecieron algún tipo de respuesta que permitiese cerrar el ciclo de violencia y estar protegidas de la persecución de sus victimarios.
¿Por qué comparto ambas historias? Porque en las dos últimas semanas los casos de violencia contra la mujer en el departamento de Santander han tenido un vertiginoso y peligroso ascenso que debería despertarnos como sociedad y sacudir con dureza a la institucionalidad. Desafortunadamente, con cada caso que emerge de una mujer víctima de agresión física, emocional, psicológica, sexual, económica o que es asesinada por el solo hecho de ser mujer, su huella se desvanece tan pronto aparece una nueva víctima que, sin buscarlo ni desearlo, eclipsa la realidad que otras mujeres vivieron, resultando en la normalización cultural de la violencia contra las mujeres, la naturalización del desprecio hacia todas ellas.
¿Qué es lo que realmente está sucediendo? ¿Por qué será que las instituciones de Santander (todas, todas las “ías”) están fallando a las mujeres víctimas de VBG? ¿Será que no funcionan o están fracasando los canales de atención dirigidos a todas aquellas víctimas de agresión? ¿Será que no existe la necesaria difusión por parte de aquellas instituciones, corporaciones y ONGs que abordan y brindan de manera gratuita información cuando una mujer es víctima de VBG? O, ¿será que hemos normalizado tanto la violencia contra todas las mujeres que ellas finalmente temen en denunciar la agresión? ¿Qué estará sucediendo?
¿Será que no estamos escuchando a las víctimas de violencias basadas en género? Y peor aún: ¿Hasta cuándo esto continuará?
…
*Estudiante de Maestría en Derechos Humanos y Gestión de la Transición del Posconflicto de la escuela superior de administración pública ESAP – seccional Santander
Twitter: @DiegoR_Thorrens
Facebook: Vihda Santander
(Esta es una columna de opinión personal y solo encierra el pensamiento del autor).
