Por: Francisco García Acevedo/ Ha ocurrido lo inesperado: Álvaro Uribe Vélez ha sido privado de su libertad este martes 4 de agosto y, con ello, se ha convertido en el primer expresidente colombiano en enfrentar una medida de aseguramiento. En tanto que una parte importante del país ha celebrado la decisión de la Corte Suprema, otros sectores han reaccionado de forma impetuosa e imprudente: algunos ciudadanos, convocando marchas de festejo y protesta en medio de la cuarentena; ciertos senadores del Centro Democrático, acelerándose a proponer una constituyente para unificar las cortes e incluso el presidente Iván Duque, haciendo un pronunciamiento en el que literalmente dice que es y será siempre «un creyente en la inocencia y honorabilidad» de Uribe.
Quien actúa llevado por la emoción, sujeto expresamente a sus pasiones en furor, acaba, tarde o temprano, dando patadas de ahogado. No es indignación, en realidad, lo que manifiestan los partidarios de Uribe, ni mucho menos hay un asomo de congruencia en las razones que balbucean, pues su discurso —tan lamentable y menguado, como de costumbre— no contiene ningún motivo real para exculpar a su líder. Acostumbrados a ser escuchados por hablar más fuerte o por menospreciar a aquellos que piensan diferente, los autodenominados «uribistas» han puesto a rutilar, una vez más, su único recurso: la estulticia.
Durante mi vida, he discutido con varios defensores de Álvaro Uribe Vélez por una u otra razón, y en cada conversación que he tenido ha ocurrido, en esencia, lo mismo: el interlocutor se aventura en la discusión e intenta exponer sus puntos de vista, casi siempre sesgados o amañados; luego, doy mi contestación a sus planteamientos y recibo su respuesta soportada en ataques personales, insultos y hasta amenazas; intento replicar de nuevo, pero la conversación acaba pues el interlocutor se altera, rehúsa aceptar cualquier cosa que yo haya dicho, indica que seguirá «pensando» como pensaba y lanza, como cereza del pastel, su batahola de imprecaciones.
A pesar de su falta de interés por las ideas y de su innegable desabrimiento, no dudo —y en esto quiero ser muy enfático— que la gran mayoría de uribistas sean capaces de hacer lo que sea por su caudillo. La celebración de la privación de libertad de Uribe podría ser, entonces, el comienzo de una tragedia aún peor en las zonas de mayor influencia de grupos paramilitares, y tal vez el craso error entre las colectividades que se han opuesto a Uribe de forma acérrima radique en su desconocimiento de las inminentes consecuencias que la situación actual puede acarrear.
Con esto no digo que la decisión no sea simbólica, ni considero en absoluto deleznable el paso que la justicia ha dado pese al enorme poder que ostenta el personaje en cuestión: todo lo contrario. Sí pienso, en cambio, que la reacción —en especial, por parte del presidente de la República, que una vez más ha dado cuenta de ser un bobo, como lo ha denominado hace un par de días Fernando Vallejo— de multitudinaria apología y subsiguiente cuestionamiento a la decisión de la Corte Suprema, que debería respetarse, es contraproducente y va en detrimento del bienestar de algunos grupos sociales del país.
Si de favorecer reflexiones se tratase, creo que es momento de pensar en aquellos cuyas vidas se ven amenazadas por los grupos de extrema derecha que aún ejercen el poder en varias zonas rurales. Más allá del espectáculo mediático, vale la pena recordar, por ejemplo, que en dos años de gobierno de Duque cientos de líderes sociales han sido asesinados, y que sus muertes siguen impunes. Por lo tanto, en medio de esta nueva crisis, la mesura debería ser superior a la efervescencia.
* Ingeniero de Petróleos y profesor de Literatura.
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