Por: Claudia Acevedo Carvajal/ Como psicóloga clínica forense, comúnmente escucho relatos en los que el sufrimiento no está originado por hechos puntuales, contrariamente está generado por la exposición continuada a los ambientes vinculares que lejos de cuidar, lastiman. Me refiero a relaciones que, sin dejar huellas en la piel, van convirtiéndose en una presión constante, un tóxico progresivo para la salud emocional y física de quien lo sufre. Personas que llegan a consulta fragmentadas, agotadas, desbordadas… sin saber exactamente por qué. Lo que muchas veces está detrás es una convivencia sostenida con alguien que les genera un malestar constante, una suerte de erosión psíquica diaria.
La psiquiatra Marian Rojas Estapé ha descrito con claridad este tipo de escenarios: convivir con alguien que nos provoca ansiedad, angustia o agotamiento emocional puede tener efectos devastadores en nuestra salud integral. No hablamos aquí de situaciones de violencia explícita, sino de formas relacionales insidiosas, a menudo normalizadas, que poco a poco van afectando el equilibrio interno. El cuerpo y la mente se ven implicados en una lucha constante por sostener lo insostenible.
Estos vínculos son particularmente dañinos porque, en muchos casos, se dan dentro del núcleo familiar, en relaciones de pareja, entre padres e hijos o incluso entre hermanos. Es decir, en aquellos espacios que se supone deberían ser fuente de seguridad, apoyo y cuidado. La paradoja radica en que cuanto más importante es la figura del otro, más impacto tiene su actitud emocional sobre nosotros. Una crítica hiriente de un desconocido duele, pero una palabra descalificadora de una madre o una pareja puede desencadenar un colapso emocional.
Desde la psicología forense, este tipo de daño requiere ser cuidadosamente evaluado. A menudo se presenta como un cuadro clínico complejo: trastornos de ansiedad, insomnio, síntomas somáticos sin causa orgánica, irritabilidad persistente, estados depresivos, bloqueos en el funcionamiento cotidiano. Pero lo que subyace, en muchos de estos casos, es una experiencia emocional prolongada de maltrato sutil, de invalidez constante, de sensación de estar siempre en deuda afectiva con el otro.
Lo que resulta particularmente preocupante es la tendencia social a minimizar estos efectos. Frases como “es que siempre ha sido así”, “tiene mal carácter, pero en el fondo me quiere” o “hay que entenderlo, tuvo una infancia difícil” funcionan como mecanismos de justificación que perpetúan el daño. Estas racionalizaciones impiden a la persona afectada ver con claridad el impacto que la relación tiene en su vida. El resultado es una progresiva desconexión de las propias emociones, una adaptación patológica que puede llegar a comprometer seriamente la salud mental.
A nivel fisiológico, el cuerpo responde a estas dinámicas con una activación permanente del eje del estrés. La liberación constante de cortisol, la tensión muscular crónica, la alteración del sueño y del apetito son solo algunos de los efectos más evidentes. A mediano y largo plazo, esto puede derivar en problemas inmunológicos, digestivos, dermatológicos, cardiovasculares. El cuerpo grita lo que la mente intenta callar.
Muchas veces, en estos vínculos, se configura una dinámica de dependencia emocional. La persona afectada, a pesar del malestar, se siente incapaz de alejarse. Hay culpa, miedo, lealtad mal entendida, y sobre todo, una profunda inseguridad que ha sido, en muchos casos, cultivada por la propia relación. “Sin mí no puedes”, “nadie más te va a querer”, “exageras todo” son frases que siembran la duda sobre la propia valía y la capacidad de tomar decisiones. Es aquí donde el daño se vuelve estructural: no solo se sufre, sino que se aprende a creer que no se merece otra cosa.
El abordaje terapéutico implica no solo contener el dolor, sino también desnaturalizar lo que se ha vivido como normal. Nombrar el malestar, validar la experiencia, reconstruir la percepción del yo son pasos esenciales para comenzar el proceso de recuperación. No siempre la salida es el corte radical del vínculo, pero sí lo es el establecimiento de límites claros, la recuperación del poder personal, y sobre todo, la toma de conciencia de que estar bien no debería ser una excepción dentro de nuestras relaciones más cercanas.
En el contexto forense, este tipo de evaluaciones adquiere un carácter técnico. Es necesario identificar el nexo causal entre la relación dañina y las alteraciones psicológicas presentes, valorar el deterioro funcional, y documentar, en la medida de lo posible, los patrones conductuales del vínculo. Pero más allá del marco pericial, está el desafío ético y humano de dar voz a un sufrimiento que muchas veces ha sido silenciado, minimizado o ridiculizado.
La pregunta que surge, entonces, no es solo clínica, sino también existencial: ¿cuánto vale mi tranquilidad emocional? ¿Qué precio estoy pagando por sostener una relación que me daña? ¿Hasta qué punto he aprendido a normalizar el malestar como parte inevitable del amor o la convivencia?
Reflexionar sobre esto es un acto de valentía. Implica reconocer que el bienestar emocional no puede ni debe sacrificarse en nombre del deber, la costumbre o la culpa. Todas las personas tenemos derecho a vivir en entornos que nos nutran, que nos respeten, que nos permitan crecer. El amor, cuando duele constantemente, cuando exige el abandono de uno mismo, cuando se convierte en un campo de batalla cotidiano, deja de ser amor para convertirse en otra cosa: una forma de violencia.
Como sociedad, necesitamos ampliar la mirada sobre la salud mental. No se trata solo de prevenir enfermedades, sino de cultivar vínculos sanos, entornos seguros, y relaciones donde el afecto no sea una amenaza, sino un refugio. Porque no hay salud sin salud emocional. Y no hay salud emocional sin relaciones que cuiden.
Reflexión final:
El malestar que genera una relación dañina no es imaginario, ni exagerado, ni signo de debilidad. Es real, legítimo y merece ser escuchado. Tal vez la mayor forma de autocuidado sea esta: reconocer qué vínculos nos hacen bien, y cuáles nos están rompiendo por dentro. Y desde allí, empezar a elegirnos con más fuerza, con más claridad, con más amor propio.
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*Psicóloga, Magister en Psicología Jurídica y Forense Técnica en Investigación judicial y criminal.
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