Por: Andrés Julián Herrera Porra/ “La educación es el pasaporte para el futuro”, decía Malcolm X. Pero ¿qué ocurre cuando la desigualdad social se convierte en el obstáculo que impide a muchos obtener ese visado? ¿Cómo hablar de progreso y desarrollo cuando la oportunidad de aprender y crecer está reservada solo para unos pocos? La educación es un derecho fundamental, pero ¿qué significa esto cuando la realidad muestra que muchos niños y jóvenes se ven privados de ella debido a la pobreza, la falta de recursos y la exclusión sistemática?
Recientemente, participé en un encuentro de filosofía con mis estudiantes de noveno, décimo y undécimo grado. La experiencia fue enriquecedora, pero lo que más me impactó no fue la conversación filosófica —que fue profunda y valiente— sino la sorpresa de mis estudiantes al ver la biblioteca del colegio anfitrión. Era luminosa, surtida, acogedora. La comparación inevitable con la nuestra dejó en evidencia una verdad incómoda: el acceso desigual al conocimiento comienza desde el mobiliario, desde la infraestructura, desde lo simbólico. No se trata solo de libros, sino de horizontes de sentido.
Sin embargo, fue un encuentro casual, en otro contexto, el que terminó por removerme más profundamente. Mientras esperaba transporte, un obrero se me acercó con curiosidad. No tendría más de cincuenta años y me confesó, casi con vergüenza, que era analfabeta. Su trabajo en la construcción —digno y necesario— era también, según él, su única opción. Sin saber leer ni escribir, sin haber tenido nunca acceso a la escuela, ¿qué posibilidad real hay de transformar su historia? Su vida encarna una pregunta ética que no podemos seguir eludiendo: ¿cuántas biografías humanas se ven truncadas antes de comenzar por la ausencia de oportunidades educativas?
Ese mismo hombre, con una mezcla de respeto e incredulidad, me preguntó si era ingeniero. Al responderle que era profesor de filosofía, soltó una frase que aún resuena en mí: “Ah, con razón se la pasa leyendo”. En su expresión había admiración, pero también distancia. La educación, en su imaginario, parecía pertenecer a otro mundo, uno ajeno, reservado para otros. ¿Cómo hemos permitido que la formación del pensamiento, la lectura, el conocimiento, se perciban como lujos y no como derechos comunes?
La anécdota puede parecer simple, pero ilustra una fractura profunda: la distancia entre los mundos que habitan quienes acceden a la educación y quienes no. No es una distancia intelectual solamente, sino existencial. Uno de los grandes fracasos de nuestras políticas sociales es haber abandonado el proyecto de democratizar el conocimiento. No basta con matricular estudiantes; hay que crear condiciones reales para que aprendan con dignidad, con estímulos, con recursos, con sentido. Una biblioteca vacía no solo es un lugar sin libros, es un símbolo de una promesa incumplida.
La educación, más allá de un instrumento técnico, es una herramienta ontológica: permite al ser humano saberse digno, pensarse libre, concebir alternativas. La dignidad no se impone ni se concede; se descubre, se ejercita, se aprende. Y en ese proceso, la escuela, el maestro, el libro, la conversación y la reflexión cumplen un papel insustituible. La educación no solo transmite contenidos, sino que otorga lenguaje para nombrar el mundo y lugar para habitarlo con conciencia.
No puedo evitar ver en esta realidad una falla estructural de justicia social. Lo que está en juego no es solamente el derecho a aprender, sino el derecho a ser, a construirse como sujeto pleno en un mundo que reconozca esa plenitud. La pobreza educativa no es solo una estadística; es una herida ética en la conciencia colectiva de un país que dice apostar por el futuro mientras le niega el presente a sus niños y jóvenes más vulnerables.
Por eso, debemos comprender que la lucha por la educación no es solamente una causa del magisterio o de los estudiantes, sino una responsabilidad de toda la sociedad. Apostar por una educación de calidad, pública e inclusiva, es una forma concreta de encarnar el ideal de justicia. Como bien lo afirmaba Paulo Freire, “la educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo”.
La historia de cualquier país se juega en sus aulas. Ahí se gestan no solo futuros profesionales, sino también ciudadanos, soñadores, críticos y líderes. Cuando un niño entra a clase con hambre, o sin cuadernos, o sin esperanza, no solo fracasa el sistema educativo: fracasa la promesa de una nación. La calidad de nuestra democracia no se mide en discursos, sino en el compromiso que tengamos con que nadie quede fuera de la posibilidad de aprender.
En conclusión, la educación no es un privilegio, es una necesidad vital. Y más aún: es un acto de amor político. Cada vez que garantizamos que un niño acceda a un aula digna, cada vez que defendemos el derecho de una joven a completar su formación, estamos construyendo una democracia más robusta, una ciudadanía más lúcida, un país más humano. Solo así, garantizando que el pasaporte para el futuro esté disponible para todos, podremos caminar hacia una sociedad verdaderamente justa
Apuntaciones
- La falta de pensamiento crítico sumado a la manipulación mediática nos ha traído consigo las “candidatas candidatas” a Vicky y a Claudia, cada una bailando y haciendo toda clase de ridículo a cambio de favorabilidad política.
- Elevo oraciones para que el conclave deje en silencio al mundo y logre dar un mensaje de que las apuestas por X o Y candidato se caen cuando se busca el bien mayor. Ojalá sea electo algún cardenal que no esté en la lista de “papables” y que haga una buena labor continuando el legado de Francisco.
- La consulta popular es un mecanismo de participación que no debería tener mayor problema, al contrario, debería abrir un debate en cuanto a su contenido. Sin embargo, tenemos a dos bandos, uno diciendo “vote todo si porque si” y otro, diciendo “no vote porque no”. Fanatismos sin mucha reflexión, a eso hemos reducido la política.
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*Abogado. Lic. Filosofía y Letras. Estudiante de Teología. Profesor de la Universidad Santo Tomás de Bogotá. Miembro activo del grupo de investigación Raimundo de Peñafort. Afiliado de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino.
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