Por: Édgar Mauricio Ferez Santander/ La entrada es un remolino: niños, coches, bolsas, parlantes en oferta, ancianos empujados por nietos. Un vigilante trata de mantener el orden mientras el altavoz anuncia una promoción en arroces y una jornada de crédito especial: “¡Aproveche hoy, sin cuota inicial y con plazos hasta de 36 meses!”
No hay ferias, ni conciertos, ni juegos mecánicos. Pero el espectáculo está adentro. El Alkosto en domingo es una especie de parque temático del consumo. Las familias pasean entre pasillos como si recorrieran una galería de promesas. En cada anaquel hay una necesidad nueva. En cada promoción, una tentación.
Una madre con su hijo adolescente se detiene frente a las neveras. “Esa es la que tiene dispensador de hielo”, dice él. Ella asiente con los labios apretados, como haciendo cálculos que no le cuadran. No importa: pronto estarán firmando un crédito con el logo de una cooperativa que promete soluciones inmediatas.
En la zona de electrodomésticos, un hombre de unos 40 años compara parlantes bluetooth. Tiene tres en su carrito. “Voy a mirar cuál me gusta más y devuelvo los otros”, dice a su pareja, que ya lleva un robot aspiradora y un horno tostador que “estaba barato”.
Pero nada aquí está barato. Todo está financiado. Todo se ofrece en cuotas suaves, esas que en realidad son una trampa: $39.900 mensuales durante dos años. Suena poco, pero no lo es. Nadie hace la suma completa. Nadie quiere pensar en 2027 un domingo a las 3:45 p.m.
En la zona de computadores, una promotora comenta en voz baja a otra: “Ya van como 15 aprobaciones de crédito en menos de una hora”. A nadie le sorprende. El crédito fluye como gaseosa: rápido, endulzado y sin valor nutricional. Comprar a cuotas es casi un acto de fe, una religión urbana. No hay que tener, hay que parecer. Lo importante es llevar algo. Cualquier cosa. Porque él no llevar nada es casi un fracaso.
Una pareja joven discute. Ella quiere un televisor nuevo. Él le recuerda que el del apartamento está bueno. Ella se queda callada. Ve el letrero: “55 pulgadas, Android TV, solo hoy: $1.999.000 a 24 cuotas”. Lo mete al carrito en silencio. Él no insiste.
Los carritos se mueven como en procesión. Llenos de cosas útiles, semitiles e inútiles. Freidoras de aire, sillas gamer, licuadoras, aspiradoras inalámbricas. Cosas que quizá nunca se usarán, pero que dan estatus, que decoran, que “se vieron en TikTok”.
El patio de comidas está repleto. Pollo apanado, hamburguesas, combos familiares. Se escucha una risa aquí, una pelea de niños allá. Las bolsas rojas del almacén reposan bajo las sillas. Todos han comprado. Todos han gastado. Muchos se endeudaron.
Una señora mayor, sola, empuja un carrito con un microondas, un juego de toallas y una vajilla de flores. Le cuesta. Pero sonríe. “Me hacía falta algo bonito”, le dice al cajero, que no le pregunta nada. Pasa la tarjeta, le aprueban 18 cuotas.
Afuera empieza a anochecer. El tráfico en la 68 sigue pesado, y los que salen del almacén lo hacen con bolsas, cajas, facturas largas como poemas. Sonríen, no porque hayan encontrado lo que necesitaban, sino porque compraron algo. Porque el domingo no se mide en descanso, sino en objetos adquiridos.
El consumo ya no es excepción: es rutina. Un domingo cualquiera, un domingo más y yo salí con mis facturas al igual que todos.
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*Historiador, Magíster de la Universidad de Murcia y Candidato a doctor en estudios migratorios Universidad de Granada-España.