Por: Óscar Prada/ Desprovisto de juicios, el arcoíris existe como fenómeno natural por la luz que pasa a través de una fina película de agua. Para algunos sectores conservadores, representa la soberbia de una minoría con suficientes derechos.
La bandera de arcoíris como emblema principal de la diversidad de orientación e identidad sexual y de género, anida para sus detractores todo tipo de estigmas y prejuicios a nivel colectivo: indecencia, promiscuidad, ideología de género, antifamilia, pecado, perversión, sida, patologías, fobia y exclusión. Portarla es un manifiesto sectario para ámbitos socialmente más conservadores.
Sueños conquistados, triunfos robados
Sin embargo, vale preguntar ¿por qué el activismo del arcoíris continúa vigente a pesar de sus conquistas en derechos?
Ajeno a los gustos personales más íntimos, el reconocimiento de ciertos derechos humanos no es un logro inamovible; su dinámica se asemeja más bien a la de un péndulo. Existen épocas de bonanza en cuanto a garantías, y periodos de oscuridad donde aquellas se desconocen. Así como se ganan, pueden perderse.
Por ejemplo, luego de la segunda guerra mundial, se estableció la necesidad de adoptar una carta de derechos universales para todos los seres humanos. En contraste, dictaduras latinoamericanas que surgieron con posterioridad, como las de Chile y Argentina, cercenaron y desconocieron dichos avances.
Es por ello, que los derechos humanos nacen a raíz de las necesidades que las personas exteriorizan en la sociedad. A su vez, dichas demandas humanas son cambiantes; por ende, su interpretación y reconocimiento es variado a medida que los paradigmas sociales cambian.
Esa dinámica no es ajena a los seres humanos con diversidad de orientación e identidad sexual; su lucha está inmersa en una sociedad que los trata con “igualdad” en cuanto al cumplimiento de obligaciones y cargas; pero que a su vez ignora el reconocimiento de sus necesidades y derechos.
Y es que pese a las conquistas en derechos de las personas diversas como: el matrimonio igualitario, su reconocimiento como sujetos de especial protección constitucional, así como el cubrimiento de tratamientos hormonales para personas trans por el POS[1]; esas garantías viven más en el papel que en la realidad misma.
Lo dicho antes, se refleja en la negativa por parte de un juez en Cartagena en casar a un par de mujeres, también en las barreras administrativas como el retraso y negación de medicamentos de terapia hormonal para personas trans, al igual que los más de 35 homicidios a personas LGBTIQ+ a mayo de 2025, incluido el transfeminicidio de Sara Millerey Gonzalez[2].
Aquellos infortunios no son hechos aislados; erigen una dura realidad social que incluso la ley no ha podido cambiar. Por tal razón, el activismo a través de manifestaciones públicas, es clave para la inclusión con plena igualdad social de las minorías diversas.
La marcha de la decadencia
La manifestación más emblemática para las personas LGBTIQ+, es la denominada “marcha del orgullo”, que acontece a finales de cada junio. Un desfile que conmemora la búsqueda de la igualdad real en dicha población.
Aquel desfile suscita emociones encontradas, desde la encarnación de una agenda de libertinaje contagioso, donde todo lo indeseable socialmente se junta; hasta el símbolo de un mensaje poderoso a través del cuerpo como arte, y del ser como se quiere sin tapujos.
Evoca la incomodidad en las calles, aquella que dicen sentir sus asistentes cuando se les niegan sus derechos sin justificación. El desfile, es un portazo a las taras discriminatorias que coexisten en el interior de cada ser humano; por algo su reflejo causa repulsión en algunos fragmentos de las mayorías, incluso de las propias minorías que representan.
Hay quienes siendo del mismo colectivo, afirman que los gritos del arcoíris en las calles no los encarnan, porque el tiempo desvaneció el sentido de activismo que los originó; sin embargo, el que cause aún incomodidad y prefieran seguir en el closet no es una buena señal.
También refleja la propia vergüenza de la gente que se reprime y esconde por causas ajenas a la diversidad; especialmente las violencias vergonzantes que suceden a puerta cerrada desde los hogares. Los gritos develan las deudas sociales pendientes, como las propias contrariedades y temores de los espectadores. Un espejo que confronta su doble moral escondida.
En ese sentido la incomodidad social también se asienta en el plano de la sexualidad, al no estar totalmente normada; paradójicamente el común la dibuja en una cuadrícula de deseos tanto binarios como excluyentes. La fluidez de la sexualidad a grito entero, escarba las tensiones y dudas por resolver de aquellos que ocultan sus “penosas” verdades a profundidad.
Lejos de desnudar la corporalidad a manera de imposición, evocan un mensaje de resistencia trasgresora de las normas estándar. Las manifestaciones han sido y siguen siendo una forma de mostrar las realidades incómodas y las injusticias que la sociedad aún no se atreve a discutir.
Con lo anterior, de seguirse reprimiendo y anulando a las personas a causa de su orientación sexual, pensamiento e ideología; las manifestaciones pacíficas en cualquiera de sus formas tienen plena legitimidad, más si se trata del derecho a ser y pisar una acera de la forma que se desee.
Ojalá algún día la sociedad vea el arcoíris con la misma libertad con que lo vio mi sobrino. No existe imposición más violenta que negar la existencia del otro. Lo que para unos es conceder privilegios; para otros representa el derecho a ser, sin perder la vida propia en la dictadura de la discriminación.
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*Estudiante de Derecho
Contacto: 3017716507
X: @OscarPrada12
(Esta es una columna de opinión personal y solo encierra el pensamiento del autor)
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[1] La sigla POS significa: Plan Obligatorio de Salud.
[2] Documentación del transfeminicidio de Sara en anterior edición
CIDH urge a Colombia reforzar medidas para erradicar la violencia contra personas LGBTI.