Por. Cirly Uribe Ochoa/ Más allá de las consideraciones geopolítica que tiene el término de Estado fallido, la situación de violencia, pobreza e inseguridad que se vive en vastas zonas del territorio nacional e incluso en suburbios de las grandes y medianas ciudades del país, en los que grupos armados de todo tipo, se disputan el control de los territorios ya sea para el tráfico de estupefacientes, la extracción ilegal de oro (primordialmente), el contrabando, el narcomenudeo o la defensa armada de una postura ideológica, suscita esta reflexión a mano alzada respecto a si Colombia, podría caber en esta categoría.
Varios autores, Mancero y Múnera (2018), Sepúlveda (2013) y Santos (2009) entre otros, coinciden en señalar como características principales o signos de alerta de un Estado fallido, la incapacidad de éste “para controlar el territorio y la falta de autoridad”; igualmente su ineficiencia para “brindar los bienes públicos necesarios a su población” y de garantizar “la seguridad interna y territorial” en todo el territorio nacional, no solo en las principales ciudades o en los barrios en los que vive la denominada clase alta. En un Estado fuerte, el monopolio de la justicia es el corazón de su legitimidad.
Según Sepúlveda (2013) “se han creado tres parámetros esenciales” para medir la fragilidad o fortaleza de un Estado:
1- La garantía de la seguridad implica “la preservación de la soberanía sobre todo el territorio, el mantenimiento del monopolio de la fuerza y la protección de amenazas internas y externas” de lo contrario “evidenciaría la existencia de un Estado con déficit de seguridad”.
2- En cuanto a la garantía de los servicios básicos, significa atender los requerimientos en infraestructura y servicios “fundamentales para el desarrollo; como el sistema educativo, la administración de la Justicia, la promoción de actividades económicas y la protección de los recursos” por lo tanto, “una administración que no cuente con una base de infraestructuras viables para el mantenimiento del soporte vital de su población evidenciaría un déficit de servicios”.
3- Finalmente, “garantizar las libertades ciudadanas que legitimen el sistema político” esto es fomentar y proteger “las garantías constitucionales, comenzando por el respecto a los derechos humanos, se manifiestan como el más trascendental instrumento para la obtención del respaldo social”, por ello, “Cualquier atentado contra esas garantías” evidencian “un claro déficit de legitimidad”.
En este orden de ideas, solo por mencionar algunos casos emblemáticos, estaría la situación de desamparo que vive desde hace décadas Buenaventura, nuestro principal puerto sobre el Pacífico, el mismo por el que entra el 60% de las importaciones que realiza el país, pero donde más del 60% de su población vive en la pobreza, sin servicios públicos, con altos índices de desempleo y ahora sitiada por la violencia armada.
Nuestras comunidades campesinas e indígenas en diferentes partes del país claman por la protección de sus vidas, el acceso a la tierra, vías, mercados y precios justos para sus productos, así como a puestos de salud, escuelas, colegios y universidades, pero la respuesta ha sido la indiferencia estatal frente a la pobreza del 47,5% de su población según el Dane (2020), el desplazamiento forzado, las masacres o el sometimiento por parte de grupos armados para realizar cultivos de coca.
En los territorios rurales, el olvido y la desidia estatal ha sido una constante histórica, así lo prueban los distintos informes del Centro Nacional de Memoria Histórica sobre el conflicto armado o los de la Ruta Pacífica de las Mujeres sobre el impacto de la guerra en el cuerpo y la vida de las mujeres, en los que resalta las múltiples formas de violencias padecidas sobre todo por las mujeres campesinas, afrodescendientes e indígenas. Uno de los tantos capítulos oprobiosos es el caso de Hernán Giraldo, quien aplicó su imperio de terror sobre las comunidades en la Sierra Nevada de Santa Marta durante más 20 años, a través del asesinato, el secuestro, la tortura, la desaparición forzada, el desplazamiento forzado y la violación sistemática de las niñas de las comunidades ¿Y el Estado, dónde estuvo todo ese tiempo? ¿Cómo permitió que todos esos crímenes de lesa humanidad ocurrieran?
Pero las ciudades no se quedan atrás, zonas con fronteras invisibles en las que el miedo es soberano, comunidades enteras en medio de las disputas territoriales y arrinconadas por mafias de todo tipo. El Bronx es uno de esos sitios emblemáticos en el que durante décadas, se cometieron los más aberrantes crímenes, en pleno centro de Bogotá, a escasas cuadras de la Casa de Nariño y de otras instancias responsables de la seguridad de los ciudadanos y ciudadanas.
Frente a esta realidad que se multiplica en distintas zonas del país, cabe preguntarse ¿para qué sirve entonces, esa burocracia tan costosa de las tres ramas del poder público del Estado colombiano, responsable de hacer efectivo el mandato constitucional de “proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias, y demás derechos y libertades, y para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares” (Art.2)? lo cual, no se logra solo desde la perspectiva de intervención militar, ni de promesas electoreras o con glifosato sino a partir de la implementación de propuestas de desarrollo humano, integral y sostenible, para que como afirmó García Márquez (1994) “nos abra al fin la segunda oportunidad sobre la tierra que no tuvo la estirpe desgraciada del coronel Aureliano Buendía” y para no ser además, el estado fallido en el que cada vez Colombia se está convirtiendo.
*Ciudadana, Magister en Historia y docente.
