Por: Francisco García Acevedo/ En medio de todo lo ocurrido por estos días, me ha llamado la atención la nueva directriz del Ministerio de Educación Nacional (MEN) que da vía libre a las instituciones educativas privadas para continuar con el desarrollo de sus actividades, a partir del 1 de agosto de 2020, bajo la «modalidad de alternancia». La comunicación del MEN define con torpeza esta modalidad como «una combinación del trabajo académico en casa, complementado con encuentros periódicos presenciales e integración de diversos recursos pedagógicos» y concluye, con la misma torpeza, que en cualquier caso se conservarán «las medidas de bioseguridad y distanciamiento social».
El mensaje enviado por el Ministerio de María Victoria Angulo, ese calco de nadería que ha sido liderado reiteradamente por economistas y abogados cuya experiencia en temas pedagógicos es casi nula, da cuenta de su insondable ignorancia y de su venalidad. Y también es una muestra inequívoca de su asincronía con los otros entes del gobierno al que pertenece, si se tienen en cuenta las recientes declaraciones del Ministro de Salud, Fernando Ruiz Gómez, en las que ha indicado que el pico de la pandemia se estima para agosto —el mes de reanudación de las clases presenciales—.
A pesar de todo, esta decisión ha sido celebrada por directivos de muchos planteles educativos, que naturalmente ven (aunque no lo digan), en el retorno a la presencialidad, su esperanza de reactivar los microentornos de negocio que tienen dentro de sus centros de educación y requieren de la presencia de alumnos para su razón de ser. No era sorprendente, por supuesto, que la mayoría de entidades educativas rehusaran hacer descuentos en sus costos académicos y desecharan tajantemente la posibilidad de ofrecer apoyos financieros —excepto, tal vez, aquellos préstamos disfrazados de apoyos, que endeudan a largo plazo a quien los toma y generan intereses—. Todo por mantener sus finanzas: el único y verdadero fin.
Si bien la pandemia ha hecho aflorar la generosidad en un sector significativo de la sociedad, también ha sacado a la luz la doblez y la falsa benevolencia de otros sectores que por años han querido figurar como «los buenos». Ha puesto en evidencia, sobre todo, el hecho constatable —aunque nunca aceptado por los señores y las señoras «de bien»— de que la educación privada es una farsa que se oferta con nobles fines pero tiene, en su constitución, todo un esquema malévolo y anquilosado de explotación, burocracia y enriquecimiento de unos pocos a partir del conocimiento y la experiencia de muchos.
Invitar a niños y jóvenes —cuya naturaleza es exploratoria, cuyo deseo de interacción y búsqueda es constante— a volver a clases presenciales, escudándose en un falso protocolo de bioseguridad y distanciamiento del cual nadie se va a ocupar, no solo es irresponsable con la salud de ellos y la de sus maestros, sino que es un acto de supina iniquidad. Insistir en que se aplique un examen como Saber 11 o Saber Pro de la misma forma en que se hecho siempre es no haber entendido nada de nada.
Creo que es momento de alzar nuestra voz por los maestros que se niegan a volver a las aulas presenciales hasta que la situación sea en verdad más alentadora. Creo que es nuestro deber apoyar a los padres que no enviarán a sus hijos a una cárcel en donde la única lección será el tedio, el único recreo, la apatía, y el único examen, el desasosiego. La desobediencia debe ser el arma inexpugnable que abofetee la irracionalidad de los tiranos y sacuda la opulencia desde la que esperaban presenciar el espectáculo de la desdicha.
*Ingeniero de Petróleos y profesor de Literatura.
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