Por: Erika Bayona López/ En un país donde envejecer ya es una batalla silenciosa, llegar a una clínica siendo adulto mayor puede convertirse en una experiencia de abandono disfrazada de atención médica. Las historias se repiten con una crudeza que estremece: personas ignoradas, maltratadas, subvaloradas por el simple hecho de tener una edad avanzada o diagnósticos complejos. ¿Cómo es posible que quienes deberían representar la vocación más humana sean, muchas veces, los más inhumanos?
Hay médicos que no miran a los ojos, que no explican con claridad, que sueltan diagnósticos devastadores con una frialdad que hiela el alma. Frases como “ya no hay nada que hacer” o “a esta edad, lo mejor es dejarlo así” se dicen con la misma liviandad con la que se entrega una receta. Pero lo que para algunos es rutina clínica, para las familias es la destrucción de toda esperanza. Lo que se pierde no es solo un paciente: es un padre, una madre, un abuelo. Es una historia. Es amor. Es la columna vertebral de un hogar.
Quienes acompañamos a nuestros mayores no solo somos testigos del deterioro físico, sino del desgaste emocional que implica luchar contra un sistema que pareciera castigar la vejez. Somos hijos, nietos, esposos que no estamos dispuestos a rendirnos. Que creemos que siempre se puede vivir mejor, o al menos ofrecer condiciones dignas hasta el último suspiro. No pedimos milagros, exigimos humanidad.
Los errores en las observaciones, la negligencia encubierta bajo el nombre de “priorización médica” y el trato despersonalizado afectan también a sus seres queridos, que quedan atrapados entre el dolor y la impotencia. Es una cadena de sufrimiento evitable, alimentada por un sistema que ha dejado de ver al paciente como un ser humano integral.
Y aún más grave: cuando se trata de enfermedades degenerativas o que requieren cuidados especializados, se evidencia una lógica perversa que favorece el abandono. Muchos profesionales —no todos, pero sí demasiados— asumen una actitud de rendición prematura. Como si la dignidad tuviera fecha de vencimiento. Como si cuidar a alguien en la vejez fuera una pérdida de tiempo, un desperdicio de recursos. No son pocos los médicos que se comportan como administradores de espacio, más preocupados por liberar camas que por acompañar vidas.
Y sí, es momento de decirlo sin rodeos: en Colombia se ha normalizado la deshumanización médica hacia los adultos mayores. Mientras en otros países los protocolos se centran en el paciente, la escucha activa, el cuidado paliativo integral y el acompañamiento emocional, acá prima la prisa, la frialdad y, muchas veces, el desprecio. Médicos que deciden que una vida ya no vale la pena porque «ya vivió lo suficiente».
No se trata de idealizar otros sistemas, pero es evidente que en muchos lugares del mundo la medicina ha evolucionado hacia la compasión, la empatía y el respeto por la autonomía del paciente. Aquí, seguimos atrapados en una cultura clínica donde envejecer es sinónimo de estorbo, no de experiencia ni de legado.
Esta situación, aunque dolorosa, no es nueva. En los pasillos de muchas clínicas, el susurro es siempre el mismo: “ya es muy mayor”, “ya no responde igual”, “es mejor no intervenir más”. Se toma la decisión de dejar morir sin haber intentado vivir con dignidad. En ese proceso no solo se vulnera un derecho fundamental, sino que se infringe un daño irreparable a las familias.
¿Desde cuándo dejamos de creer que cada vida importa, sin importar su edad o diagnóstico? ¿En qué momento normalizamos que los adultos mayores sean tratados como cargas y no como personas con derechos? ¿Qué nos pasó como sociedad para aceptar que la muerte se decida no por la enfermedad, sino por la indiferencia?
Esta columna no busca generalizar ni atacar a toda la comunidad médica, donde también hay profesionales comprometidos y sensibles. Pero sí es un llamado urgente a revisar la ética, la humanidad y el respeto con que se trata a quienes ya han entregado su vida al mundo, y ahora solo esperan ser tratados con dignidad. Urge formar nuevas generaciones de profesionales que entiendan que la medicina no es solo ciencia, es también presencia y compasión.
Porque en la forma en que cuidamos a nuestros mayores se mide la estatura moral de una sociedad. Y la nuestra, tristemente, queda demasiado baja.
Las clínicas deben entender que la vejez no es una sentencia, sino una etapa que merece cuidado, respeto y presencia. Y nosotros, como ciudadanos y como familias, debemos levantar la voz, exigir políticas públicas integrales y dejar claro que ninguna vida —por mayor que sea— es desechable.
La humanidad no se mide por la eficiencia de un sistema, sino por la compasión con la que tratamos a quienes más nos necesitan. Y en ese examen, el sistema de salud colombiano está reprobado. Pero no tiene por qué seguir así. Porque donde hay amor, hay esperanza. Y donde hay familias que luchan, todavía hay futuro.
Los adultos mayores no son una carga, son la raíz profunda que sostiene nuestra historia y nuestro presente. Así como yo lucho por los míos, sé que los médicos también tienen familias que aman y por las que se esfuerzan cada día. Entender eso nos conecta como humanos, con miedos, sueños y esperanzas.
Si dejamos de cuidar a nuestros mayores, perdemos la raíz que nos ancla y nos desarraigamos como sociedad. No permitamos que la rutina nos vuelva insensibles ni que la indiferencia nos convierta en cómplices del olvido.
La verdadera evolución empieza cuando abrimos el corazón para ver al otro, para sentir su dolor y su dignidad, y para luchar por ellos como si fueran parte de nuestra propia sangre.
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*Business Data Analyst – IT & Logistics / MBA & Máster en Project Management. Auditor interno BASC. Administradora de Negocios Internacionales y Especialista en Mercadeo Internacional de la Universidad Pontificia Bolivariana.
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