Por: Gloria Lucía Álvarez Pinzón/ Quienes por décadas nos hemos dedicado a ejercer el derecho ambiental, hemos pregronado que la Constitución de 1991, denominada ecológica, institucionalizó una serie de derechos y deberes para el Estado y los particulares en relación con el cuidado de la naturaleza, que son fundamentales para enfrentar la crisis climática planetaria que le ha tocado enfrentar a esta generación.
Se reconocieron constitucionalmente, de una parte, el derecho a un ambiente sano y el desarrollo sostenible, como los dos ejes centrales de la gestión pública y privada en lo referente al cuidado del entorno; y de otra, importantes derechos y libertades, como el derecho a la propiedad privada, el reconocimiento de los derechos adquiridos con base en las normas preexistentes, la libertad económica, la libre competencia, la libertad de empresa y la iniciativa privada.
Sin embargo, es bien sabido que, desde la reforma constitucional de 1936, tales derechos y libertades no son absolutos; la Constitución impuso límites a su ejercicio en razón del bien común y del cumplimiento de la función social y ecológica que ellas conllevan, lo que implica para los particulares el deber de asumir el cumplimiento de obligaciones y responsabilidades al respecto.
Pero además, como el Estado tiene a su cargo la dirección general de la economía, tiene atribuciones constitucionales para intervenirla y racionalizarla pero solo con el fin de lograr sostenibilidad fiscal, mejorar la calidad de vida de la población, distribuir las oportunidades y beneficios del desarrollo, lograr la preservación del ambiente sano, aprovechar los recursos humanos, asegurar el acceso efectivo a los bienes y servicios básicos, pomover la productividad, la competitividad y el desarrollo armónico de las regiones, entre otros objetivos del Estado Social de Derecho.
Dicho de otra manera; El Estado puede delimitar el alcance de tales libertades y derechos cuando lo exijan el interés social, el ambiente o cualquier otro interés colectivo de la Nación, pero tiene a su vez la obligación de impedir que se obstruya o restrinja la libertad económica o que personas o entidades abusen de su posición dominante en el mercado nacional.
Bajo tales parámetros se han venido implementando las premisas básicas del desarrollo sostenible
que buscan un equilibro y una ponderación entre la protección ambiental, la libre empresa y los demás intereses de la sociedad.
Dentro de los límites que se le han venido imponiendo a la propiedad privada y a la libertad económica por razones ambientales se encuentran, la exigencia de licencias ambientales para el desarrollo de proyectos que puedan generar impactos graves al medio ambiente, así como la obtención de permisos, concesiones, autorizaciones, registros o certificados para el uso de los recursos naturales renovables.
A través de los planes de ordenamiento territorial, se han impuesto también límites al uso de los suelos y se ha plasmado la obligación de acoger como normas de superior jerarquía las determinantes ambientales que establezcan el Ministerio de Ambiente y las corporaciones autónomas regionales, siendo las principales, las áreas del Sistema Nacional de Áreas Protegidas y la delimitación de los páramos como ecosistemas estratégicos de especial protección.
Tales condicionamientos en principio resultan razonables; no obstante, cuando empiezan a proliferar por doquier áreas de conservación, áreas protegidas y decisiones orientadas a prohibir o restringir las actividades de desarrollo económico, la situación comienza a tornarse preocupante.
A ello debemos agregar que, de acuerdo a los compromisos y metas impuestos en la agenda 2030, el Gobierno ha comenzado a reportar internacionalmente como OMEC, millones de hectáreas que no están legalmente declaradas como áreas protegidas y que tampoco están catalogadas como ecosistémas estratégicos, sin que se sepa claramente cuales serán los efectos de estas acciones sobre los territorios y sobre la libertad económica de las comunidades que lo habitan.
Lo más inquietante de todo es que se han comenzado a reportar como OMEC cuencas hidrograficas con o sin plan de ordenación y manejo de las cuencas hidrográficas, lo que resulta desde todo punto de vista un despropósito, porque estámos comenzando a considerar las cuencas y los POMCA como estrategias eficaces para cumplir las metas de conservación, objetivos para los cuales no han sido delimitados, pues son herramientas para la sostenibilidad.
Al hacer el análisis del impacto que tales declaratorias tienen sobre el territorio, se concluye que al día de hoy no existen proyectos de infraestructura o de desarrollo que estén libres de condicionamientos ambientales, pues todo ejercicio de iniciativa privada, hoy está sujeto a alguna exigencia de licencia o permiso; y los que estan diseñados para ser desarrollados en la ruralidad, están sujetos, además, a restricciones por razón del ordenamiento ambiental del territorio.
El sentido de la legislación ambiental es materializar las exigencias constitucionales de responsabilidad ecológica y social que recaen sobre los dueños de la tierra, pero no convertirse en escollo para el logro de los objetivos de desarrollo económico del país.
Si la normatividad está siendo orientada a servir de excusa para impedir la viabilidad de los proyectos que surgen de la libertad de empresa y de la iniciativa privada, ¿cuál termina siendo el sentido del desarrollo sostenible?
La balanza tripartita del desarrollo sostenible no puede inclinarse predominantemente hacia ninguno de sus vértices, pues elimina por completo el propósito de este principio. Por años, hemos sostenido que no puede imponerse el desarrollo económico a ultranza, sin que tenga una base y un sentido de responsabilidad social y de compromiso con la naturaleza.
Pero ahora que estamos viendo que el péndulo se está inclinando hacia el extremo contrario, debemos advertir que tampoco es admisible que, bajo el argumento de garantizar el derecho a un ambiente sano, que se utilicen los objetivos de conservación ambiental para inviabilizar el progreso de los ciudadanos y en especial, de quienes se atreven a hacer uso del derecho a la libertad de empresa con proyectos lícitos de iniciativa privada e inversión.
La tendencia hacia los extremos, conservación o desarrollo, solo se equilibra con la aplicación de otro principio fundamental consagrado y garantizado en la Constitución, que es el derecho de las comunidades a participar en las acciones y decisiones ambientales que puedan afectarlos.
Por ello, invito a la ciudadanía a estar siempre atentos, a informarse sobre la agenda y las acciones gubernamentales que los pueden afectar, a despojarse del individualismo y la indiferencia contraproducentes, y a participar activa y decididamente en los procedimientos públicos que se adelantan para legitimar las decisiones; hay que seguir saliendo a las calles y exigir el reconocimiento y el respeto de sus derechos, así como el consecuente equilibrio y la ponderación que debe existir en las actuaciones gubernamentales, pues entre todos debemos lograr equilibro de los intereses y garantía para todos los derechos constitucionales y no solo para unos cuantos; de lo contrario, cuando la sociedad despierte y reaccione, será tarde y se habrá impuesto a lo largo y ancho del territorio nacional, un régimen de autoritarismo ambiental que destruirá por completo nuestra base social, llevándose consigo instituciones jurídicas que también son vitales para la democracia, como la propiedad privada y la libertad de empresa.
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*Abogada, docente e investigadora en Derecho Ambiental.
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