Por: Dilmar Ortiz Joya / Se ha hecho de la protesta social un mecanismo que se considera idóneo para reclamar de los gobernantes la ejecución de los programas de gobierno que convencieron al electorado a dar el “voto” y por ende a exigirles su cumplimiento inmediato.
Lo comento porque hemos sido testigos de las diferentes marchas realizadas a lo largo y ancho de nuestro país en estas semanas, exigiéndose con causa, por estudiantes, profesores y directivos de las universidades, mayores recursos presupuestales para la educación pública a fin de lograr su sostenimiento y funcionamiento perenne.
Pero cabe preguntarse: ¿Cuántos estudiantes de los que marchan lo hacen bajo ese convencimiento del reclamo justo ante las autoridades gubernamentales? ¿Cuántos de ellos solamente quieren utilizar el medio para sacar el “monstruo de la ira y el odio” que habita en su interior para dañar bienes públicos y privados y atentar contra la fuerza pública del Estado? ¿Cuántos de esos discentes no tienen como fin el graduarse con excelencia académica, sino que tienen a la “U” como sitio de encuentro para realizar toda clase de desmanes en contra de la misma institución formadora?
Me pregunto: ¿Qué reclaman los profesores cuando algunos de ellos no atienden sus labores académicas con carácter en la formación de sus educandos, sino que, por el contrario, se alían para acabar con el alma mater? ¿Cuántos de los docentes que marchan no cumplen con su rol de formadores y forjadores de esperanzas con sus estudiantes? ¿Cuántos directivos de las universidades públicas hacen del centro educativo un fortín político en donde campea la corrupción en la contratación, la designación de personal y el incremento patrimonial no justificado de sus cuentas bancarias? ¿Cuántos rectores de universidades maltratan a su personal imponiendo su ego y prepotencia vulnerando la dignidad humana?, y finalmente, ¿Cuántos no piensan que como todo lo público es de todos, también lo es de nadie?
Si bien es cierto se necesita el fortalecimiento institucional de la educación pública, se debe exigir también el cumplimiento efectivo de las obligaciones que se asumen en calidad de directivos, docentes y estudiantes para que existan los pesos y contra pesos bajo parámetros de equidad y de justicia.
Ahora bien, de otra parte conviene decir que en la formación integral de un buen ciudadano, más que un buen profesional en los colegios y universidades, ésta debe girar simple y llanamente en el repaso de elementales normas de comportamientos que son a su vez aplicación de la lógica puesta en práctica, permitiendo de esta manera la auto regulación personal sin necesidad de un control jurídico normativo que haga entender, por imperio de la ley, la forma como se debe obrar en las más elementales relaciones interpersonales, exigiéndose a su vez comportamientos que en otras partes del mundo son reglas esenciales de convivencia.
Situaciones como la regulación de no sacar la basura en los horarios no establecidos, el de abandonar escombros en sitios públicos o privados, perturbar la tranquilidad a través de las emisiones de ruido de toda clase, el de hacer disparos al aire, el de realizar reuniones, marchas y desfiles portando elementos peligrosos o que dañen los bienes de terceros, el de indicar a través de letreros el “no pisar el prado”; son hechos que deberían simplemente no hacerse en aplicación sencilla a las más mínimas reglas de convivencia y de entendimiento.
Luego el problema no está en la falta de recursos económicos para que las universidades públicas funcionen, sino que se requiere, amén de la formación profesional, un cambio de mentalidad frente a los conceptos de convivencia, respeto, disciplina y educación para poder generar a futuro una culturización de los estudiantes que haga de las ciudades y de nuestro país un sitio digno de convivencia y de respeto.
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