Por: César Mauricio Olaya/ La columnista del periódico El Tiempo, Salud Hernández trinó el pasado fin de semana dos mensajes contundentes. En el primero de ellos, le solicitaba al Procurador Fernando Carrillo que investigara en Pamplona un nuevo delito: el de la solidaridad, generosidad y amor al prójimo, por el cual el alcalde (con detención domiciliaria, aunque se pasea orondo por el pueblo), pretende multar a la señora Martha Duque, quien ha abierto las puertas de su corazón y de su casa, intentando brindar auxilio y apoyo a la decena de caminantes que a diario transitan con su dolor a cuesta, con el único norte de buscar un mejor destino, que el que hoy les toca vivir en su país donde la pobreza, literalmente mata de hambre, inasistencia y enfermedad.
En el segundo de ellos lo dirigía al propio presidente Duque, donde le notificaba la situación de esta samaritana y le instaba a hacer valer su compromiso humanitario con estas personas, dinamizando los organismos del Estado que deben velar por este tipo de situaciones.
Pues bien, por feliz coincidencia me encontraba descansando en este hermoso pueblo estudiantil, por lo que me interesé por conocer de primera mano la situación que denunciaba la columnista. Pregunté por ella a algunas personas, pero fue por cuenta de un anciano vendedor de maíz para alimentar las palomas del parque, que con pelos y señales me guío hasta la casa ubicada hacia la salida del municipio, en el sitio llamado El Puente, a un costado del paso del río Pamplonita
Tan solo llegar al sitio, las imágenes eran dantescas en toda la dimensión que esta pieza literaria puede describir. Hombres, mujeres, ancianos y niños acostados en el piso, sobre sus maletas o sobre improvisadas frazadas. Sus miradas cansadas reflejaban ampliamente el dolor de sus almas. Toco la puerta de la casa que aunque humilde, refleja el alma del amor de quienes la habitan. Flores en macetas que enmarcan las ventanas, zócalo impecable y ni la menor seña de dejadez.
Uno de los hijos de doña Martha me invita a seguir, pidiéndome unos minutos para que su madre se acabe de arreglar, pues me dice, pasó una noche casi sin dormir, atendiendo a una migrante que llegó bastante enferma. Mientras espero, tocan a la puerta. Se trata de otra de las samaritanas de esta causa, la señora Martha Faber, madre del ex alcalde del municipio, quien viene a entregar unas cajas de panela y harina de cebada para coladas de los niños.
Por fin aparece nuestra protagonista. Su rostro solo refleja amabilidad y amor. Se disculpa por aparecer sin peinarse debidamente y reitera lo dicho por su hijo sobre la pesada noche afrontada. Con la amabilidad que le acompaña, me brinda un café humeante, de los mismos que prepara por cantidades para atender a los caminantes.
Tras romper el hielo con mi saludo y hablar de unas antigüedades muy llamativas que adornan la sala de su casa, le pregunto por el tema expuesto por la periodista y la razón por la que me encuentro en su casa. “Amenazas son muchas, unas veces el alcalde, otras la Secretaria de Gobierno, me dicen que si un migrante es atropellado frente a mi casa o si uno se enferma y muere, tendré que vérmelas con la ley y que toda la responsabilidad será mía. Me amenazan con aplicarme la ley de extinción de dominio de mi casa por infligir las leyes de migración en Colombia. Por bendición, la policía del alguna manera se ha solidarizado conmigo y a pesar de las órdenes del alcalde de venir a expulsar a las personas que están en mi casa, ellos solo llegan, hablan conmigo y se van; pero me da miedo que algún día lleguen y la emprendan contra esta gente que no merece este trato.”
Un presentimiento me embarga y me lleva a pensar que solo una víctima que ha vivido en carne propia el dolor, puede tener la fortaleza para enfrentar tanta infamia junta y le pregunto de manera directa, qué la motiva a ser tan persistente en esta tarea emprendida que cualquiera ya hubiera dejado a un lado. Al comienzo evasivas van y vienen, asegurando decenas de razones para hacerlo, pero al final, acompañada de una discreta lágrima, sus palabras liberan una historia que nos tuercen el alma al escucharla.
“A los doce años, cuando en Venezuela todo era bonanza, era normal que llegaran familias de ese país en búsqueda de mujeres o niñas que quisieran irse a trabajar con ellas como empleadas domésticas. Mi padre que era bastante duro accedió a una familia me llevara para Caracas y así fue como terminé llegando allá a trabajar como interna, por no decir presa. Fue muy duro y un recuerdo de ese momento me quedó para siempre. Un diciembre me regalaron una muñeca gigante, tan linda que no me atrevía a sacarla del celofán que la protegía. Pues eso fue regalo y condena, porque con ella llegaron las extorsiones: o hace esto o hace aquello o le quitamos la muñeca y claro, yo con tal de no perder ese regalo obedecía. No me pagaban nada, solo me daban comida y ropa. Dos años estuve ahí hasta que un día me revelé y dije que me quería regresar. Ellos aceptaron, me devolvieron a mi pueblo, pero sin la muñeca.”
Interrumpe su dolorosa historia para apurar a atender a la misma joven que la noche anterior llegó aquejada de fuertes dolores abdominales y literalmente congelada en un clima criminal. – “Anoche con mi médico de cabecera, este secador de pelo la atendimos pero el problema es que además de la hipotermia, parece que tiene cólicos biliares porque acaba de superar una hepatitis. Ahora la voy a llevar al hospital, a ver si me la atienden, por voluntad de los médicos que son muy colaboradores y solidarios.”
Acoto que solo estuve menos de una hora, acompañé a doña Martha atendiendo algunos casos y me brindo para ayudarla a llevar a la enferma al hospital. Muchas historias se deben contar y sobre todo, los colombianos debemos tener consciencia de que tender una mano a estos hermanos, no es un acto solidario con el desacierto político que vive su país, pues nada nos asegura que mañana no seamos nosotros los migrantes.
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