Por: Juan David Almeyda Sarmiento/ Existen muchas ideas al aire a la hora de pensar en qué es lo que define el progreso y el desarrollo de una ciudad. Este tipo de debates buscan traer consigo la articulación de una propuesta multidimensional que permita a todos los sectores de una ciudad un crecimiento paralelo y proporcional, de lo contrario, aquel grupo que se sienta excluido o aquella área descuidada va a ser motivo para una fuerte crítica hacia la administración de momento. Por este motivo, votar, saber elegir, es un salto de fe. No se tienen más que posibilidades, se carece de probabilidad y nada garantiza que un candidato permita un crecimiento o el estancamiento de una ciudad.
Así, es importante pensar cómo estamos entendiendo la idea de progreso a la que aspira una ciudad capital que jamás estuvo preparada para serlo. La historia de la administración de Bucaramanga tiene un fuerte componente fatalista, mirar el pasado de la ciudad permite develar que realmente la ciudad no es más que un terreno a ser liderado por un capataz de turno que, finalizada su jornada, vuelve a su casa a las afueras de la ciudad. El futuro de Bucaramanga, si bien no es justo definirlo por su pasado, no debe olvidar que los candidatos de hoy fueron los perdedores ayer.
De ahí, que existan políticos animales, invirtiendo vulgarmente al zoon politikón de Aristóteles, que más allá de poseer las cualidades sociales propias de aquellos seres que tienen la facilidad por naturaleza de convivir de forma simbiótica, son poseedores de un narcisismo político que los conduce a tomar todo aquello que las bestias rechazan para sí mismos. La facilidad para la mentira, la sonrisa imperecedera que retuerce la idea de confianza para volverla un instrumento de sus propios intereses, la capacidad de adaptación, el acecho y la depredación con que viven estos sujetos recuerdan a las lagartijas que se camuflan con su medio ambiente para sobrevivir.
Ejemplo de esto se puede apreciar en el caso Bucaramanga, que encuentra en la polémica y el escándalo un compañero. Basta con observar expedientes para delimitar fácilmente qué candidatos deben salir de la baraja de posibilidades, ciertamente es fácil aceptar que vivimos en el peor de los mundos, pero no por este motivo debemos acelerar el proceso de autodestrucción de la ciudad; el voto responsable, si bien no va a garantizar mil años de fortuna, al menos permitirá que por cuatro años se viva tranquilamente.
Bajo este marco, es válido hablar del trabajo, fuente primera de recursos tanto para la vida privada como la pública. No hay duda de que el contexto globalizado y acelerado ha logrado que la precariedad laboral aumente, además de que la economía naranja no ha comenzado aun su marcha de reactivación económica, pero los pocos afortunados que logran conseguir un trabajo ven en este último un arma de doble filo. Por un lado, permite la subsistencia, la cobertura de necesidades básicas y, en el mejor de los casos, logra que quede dinero para gastos personales fuera de lo principal; por el otro, es el mismo que consume lentamente la vida de las personas.
La fuerza del trabajo es la que levanta las capitales y mueve el mundo, es por medio de este que es posible el día a día, que el mundo se mantiene girando. No es posible pensar en un mundo sin trabajo, y los recursos que de él se obtienen son los mismos que permiten conectar al ciudadano con su ciudad. Esto último, puesto que el pago de impuestos permite, a todos aquellos que viven en una comunidad, aportar en la construcción colectiva de su propia sociedad. Sin embargo, en la lógica del juego político que se vive en campaña, el trabajo ha sido, o quizá nunca se ha escapado de este destino, atrapado y convertido en producto del marketing de los candidatos.
Volviendo el trabajo un fetiche, se ha aprovechado para convertir esta inseparable condición del ser humano, la de trabajar, en un eslogan que quiere reflejar progreso y desarrollo. Una idea reciclada que solamente demuestra una falsa conexión con un pueblo al que busca convencer. El trabajo esta para dignificar la vida humana, no para ser una temática de campaña. Sí se madruga a trabajar es porque se necesita o se quiere, ambas opciones respetables, no para ser producto de una estrategia de mercadotecnia que busca satisfacer un narcisismo propio disfrazado de política, una actitud propia de las lagartijas en campaña. Si es así, si el trabajo como eslogan de una voluntad política es aquel que gana en el departamento, es preferible no volver a madrugar más.
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