Muchos niños prefieren meterse en malos pasos, buscar el dinero fácil; algunos, terminan perdiéndose en malas compañías o la droga. La droga pareciera darles algo de eso que necesitan y que la gente ya no les brinda.
Por: Diego Ruiz Thorrens/ Manuel* tiene la mirada fría, algo vacía, y cuando sonríe, parece hacerlo de manera forzada, como alguien que no le gusta hacerlo pero que finalmente, muy de vez en cuanto, lo hace, como para no olvidar lo que es o significa la acción de sonreír. En sus piernas y brazos, la parte visible de su cuerpo, tiene algunas manchas que claramente son signo de maltrato, de golpes que se han ido desvaneciendo. Tiene unas manos pequeñas pero rudas, con ambas palmas llenas de callos. Es ágil, escurridizo, sumamente desconfiado. Pareciera un pequeño ser, un individuo reventado por el dolor, como si fuese un hombre atrapado en el cuerpo de un menor, buscando desesperadamente escapar de sí mismo.
“Mijo, a ese niño, la vida lo ha golpeado durísimo”, me dice la vendedora de tinto, mientras vierte de un termo rojo un líquido oscuro, súper caliente, a un vaso pequeño de plástico. Ella, mujer adulta mayor, iba ser el personaje de este corto artículo, dado que, cada vez que la observo, que dialogamos, me hace pensar en el vídeo de Facebook del girasol que, en medio del huracán, se agita con violencia pero se mantiene fuerte, erguida, sin que la fuerza del viento le arrebate un solo pétalo, una sola semilla. Ella, mujer cuya vida ha sido, no solo dura sino funesta, quiso contarme, relatarme, la historia de aquel pequeño a quien llamaré Manuel*.
“Mi vieja, se nota que usted quiere mucho al niño, ¿cierto?”, le pregunto a la mujer. Ella, respondiendo más con un gesto parecido al dolor que a una sonrisa, me responde que sí, que “desde que por primera vez vi al pequeño acompañado de sus padres, le tomó mucho cariño, y más todavía desde que, de un día para otro, Manuel comenzó aparecer solo en la calle”.
“Espere mi vieja, ese niño, ¿está solo en la calle?”, le pregunto con incredulidad. “Papito, tengo entendido que el papá y la mamá del niño regresaron de Venezuela porque las cosas se pusieron duras para ambos allá y él, teniendo familiares aquí (tengo entendido que él era colombiano, la mujer no), vino a pedirles ayuda. Pero la familia del señor, finalmente, no quiso ayudarles cuando lo vieron regresar con mujer e hijo. Como que el tipo no les dijo que él no venía solo, sino con otras dos bocas más por alimentar. Pues bien, dicen que el tipo estaba locamente enamorado de su mujer, y que por ello, decidió no renunciar ni a ella ni al pequeño, y fueron buscando, ambos, construir vida en lo primero que encontrasen. Yo los veía chatarreando, recogiendo reciclaje, vendiendo dulces, haciendo de todo. Siempre los veía con el niño pa’rriba y pa’bajo. Hasta que un día, ya estando el niño más grande, dejé de verlos a ellos, solo a Manuel. No sé si los mataron o decidieron dejarlo solito, no sé. Solo sabía que cada vez que veía a ese niño tirado en el piso, o ‘pavoniando’ (robando) sentía que se me partía el corazón. Allí, tomé la decisión de ayudar al pequeño, con lo poquito que tengo”, me relató la mujer.
La contextura de Manuel es la de un niño que, debido a la falta de alimentación, de cuidado y sobre todo, de cariño, pareciera haber quedado atrapado en alguna etapa del crecimiento. Es un menor que responde rápidamente al llamado de (su ahora) cuidadora, pero que hace caso omiso a otros si le llaman por su nombre. Cuando me presenté, no quiso saludarme, muchos menos determinarme. “Manuel, salude al señor que es amigo mío. (Y ahora mirándome, me dijo): Negro, ¿cuántas veces no le dicho que se deje crecer el cabello que así parece que fuese policía?”, me dice mirándome a los ojos la mujer, mientras que sonrío.
“Señor, ¿es usted policía?”, me preguntó Manuel, respondiéndole que no, que no soy policía. No obstante, sin preguntarlo, le comento que trabajo ayudando a personas que viven en las calles, que no pertenezco a institución pública alguna sino a una corporación que hace algunos años conformamos varios compañeros y compañeras. “Ah ya”, me responde, saliendo corriendo, como quien una vez saciada su curiosidad, busca algo más llamativo.
“Mi vieja, ¿por qué Manuel me miró con odio cuando usted preguntó si yo era policía?”, le pregunté a la mujer. “Mijo, Manuel es un niño que no solo ha sido abusado por otras personas, otros adultos, sino también por ellos (policías), algunos, que lo han tratado no como un niño sino como un adulto, recibiendo tremendas paleras (golpizas) y maltratos (verbales y psicológicos). Mire mi negro, aquí hay muchas personas que piensan que llamando a la policía (de infancia) o al ICBF van a salvarle la vida a los pelados de estos lados pero, a veces la solución, la cura, termina siendo peor que la enfermedad. A muchos menores que están en la misma (o incluso, en peor) situación que Manuel, los tiene un rato en un centro para menores pero al rato los dejan nuevamente en las calles, sin brindarles la ayuda que realmente necesitan. Y así, muchos niños prefieren meterse en malos pasos, buscar el dinero fácil; algunos, terminan perdiéndose en malas compañías o la droga. La droga pareciera darles algo de eso que necesitan y que la gente ya no les brinda. Pareciera darles tranquilidad, por eso muchos de ellos terminan enganchados (atrapados) con toda esa porquería”, finaliza la mujer.
Observo a Manuel correr y unirse a otros menores, casi todos de la misma edad de él. Siento mi corazón hundirse en mi pecho, pesando más y más cada vez mientras se sumerge en un profundo y oscuro abismo.
En días pasados, varios medios de comunicación local presentaron las alarmantes cifras sobre deserción escolar de menores de edad (niños, niñas y adolescentes) en colegios de Bucaramanga y su área metropolitana. Las razones de dicha problemática son múltiples. No obstante, su análisis pocas veces aborda (o incluye) a menores que anhelan ingresar a la oferta educativa pero que, debido a la violencia, el maltrato y/o la desidia de los adultos, no pueden acceder a un colegio. Niños, como Manuel.
Hay que poner los ojos, nuestro ojos, en niños como Manuel, menores invisibles que merecen una mejor vida. Menores que no podemos dejarlos solos, a su suerte.
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*Estudiante de maestría en derechos humanos y gestión de la transición del posconflicto de la escuela superior de administración pública – ESAP Seccional Santander.
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