Por: Julián Silva Cala/ Con sorpresa recibimos los colombianos el anuncio de la campaña de Iván Duque desechando numerosas invitaciones a participar en debates, en plena recta final de la contienda presidencial. A pesar de lo absurdo que pueda resultar para la ciudadanía elegir un presidente en segunda vuelta sin tener la oportunidad de observar a los candidatos en tan esperado cara a cara, es muy probable que esa decisión se base más en un cálculo triunfalista que en un mero capricho del candidato. De lo contrario habría aceptado asistir al menos a uno, como en efecto le propusieron distintos medios de comunicación y le reclamaron durante varios días los usuarios de redes sociales, con etiquetas que fueron tendencia nacional como #DebatePresidencialYa.
Puesto de presente el sinsabor que produce tanto la decisión final del candidato como la actitud que la sustenta, indicativa de una convicción de superioridad toda vez que le permite sacrificar la controversia democrática esencial en aras de garantizar el hipotético resultado, convendría analizar cómo es que llegamos hasta este punto frustrante en las campañas políticas. Para ello propongo abordar el problema desde la perspectiva de un desequilibrio entre 3 actores fundamentales: Las campañas políticas, lideradas desde luego por sus candidatos, la ciudadanía y el periodismo.
Si asumimos la contienda electoral como un escenario transaccional regulado, podremos hablar de oferta y demanda electoral. Los candidatos y sus campañas ofrecen “algo” que la comunidad quiere (o necesita) y compiten por hacerle ver que ese producto, por lo general un discurso estructurado en función del análisis de preferencias de cada nicho o segmento poblacional, es “el mejor” producto en el mercado.
A veces los candidatos se esmeran por elaborar genuinamente el mejor producto, enriqueciendo así la gama de opciones con que cuenta el elector para tomar la mejor decisión. Otras veces simplemente ofrecen el mismo producto pero compiten por ver quién logra diseñar el mejor empaque del producto: quién logra el nombre más sonoro o el envoltorio más vistoso, aunque en el fondo no haya diferencia sustancial entre los productos en competencia.
Para que el elector pueda tomar la mejor decisión, para que pueda optar por la opción que mejor representa sus intereses, es indispensable que cuente con la mayor cantidad de información relacionada con el producto que va a adquirir. En ese sentido no basta la información que proveen los fabricantes pues evidentemente cada uno afirmará que su producto es el mejor, que es diferente a los demás y difícilmente aceptará que tiene defectos.
Quien puede ayudarnos en esta tarea de investigación para determinar cuál es en realidad el mejor producto es quien posee más información; es quien nos puede mostrar, a través su experiencia, algo más que la imagen, la marca y la letra menuda que adorna el empaque del producto. En política ese alguien son los periodistas.
El periodismo como baluarte de la democracia, como contrapoder estatal que garantiza la libertad de expresión, como noble oficio investigativo que se encarga de revelar el verdadero contenido de los empaques artificiales, es el defensor de la ciudadanía. De ahí que resulte tan lamentable que ningún medio de comunicación haya logrado someter a ambos candidatos simultáneamente al escrutinio de su criterio.
Preocupa que la persona que tiene según las encuestas mayor opción de ganar la presidencia, de concentrar el poder el poder público como nunca se ha visto en los últimos 30 años, que ha pautado en esos mismos medios de comunicación varias veces la suma pautada por su contendor, se rehúse a dar un debate que le permita a la ciudadanía definir la mejor opción.
Twitter: @JulianSilvaCala