Por: Diego Ruiz Thorrens/ En días pasados tuve la oportunidad de escuchar el testimonio de una joven víctima de abuso sexual. El terrible suceso ocurrió cuando ella cursaba décimo grado; su victimario, uno de sus docentes de curso. En su relato, comenta que en aquel instante tenía 17 años, y reconoce con profunda tristeza que no fue completamente consciente de aquella horrenda experiencia hasta que no se graduó de aquel panel educativo. “Nunca nos enseñan hablar de ello, más bien, pareciera que quisieran validar el silencio. Tristemente, la sociedad normaliza éstas conductas, principalmente en los varones, haciéndonos completamente invisibles”.
Para mí las redes sociales son casi un milagro, puesto que no soy ducho en tecnología, así que hay cientos de cosas respecto a la red que aun no comprendo. Por eso, fue una sorpresa escucharla decir que se enteró de mi existencia gracias a un artículo que escribí para este mismo portal. “Sólo quisiera que escuche mi historia, mi testimonio”, expresó en nuestro primer dialogo.
Por ello, escribo éste artículo en agradecimiento a su acto de valentía: sus palabras reafirman mi pensamiento frente a que, como sociedad, debemos identificar y construir mecanismos garantes de visibilización de la problemática, sin caer en revictimizaciones. Necesitamos avanzar e identificar correctamente los casos de abuso y violencia sexual en menores.
También, hablo porque soy tío de dos asombrosos sobrinos (la menor, una niña de 5 años), y cuando pienso en violencia sexual, directamente pienso en ellos. Tristemente, los niños tampoco escapan de ésta realidad.
Antes de iniciar, comienzo explicando que éste ejercicio cuenta con previa autorización de ella* (sin nombres, solo “ella”) y por supuesto, omitiré detalles que no tienen sentido de ser compartidos. Más sí haré mención de algunos apartes de nuestra conversación que creo necesarios para mi objetivo: contar parte del infierno que ella tuvo que vivir los dos últimos años de estudio en una de las principales instituciones educativas de secundaria de la capital Santandereana, y que no dista de los casos identificados frente a éste tipo de violencia por instituciones como es Medicina Legal y Ciencias Forenses.
Es su relato, en mis palabras. Espero que esto quede claro.
Comenzaré compartiendo el momento en que todo sucedió: “Un día, después de (clase de) deportes, uno de mis profesores pasó por el pasillo y se acercó a preguntarme que qué estaba haciendo allí en el baño, que si estaba sola y que por qué me encontraba tan sudada y llena de polvo. Eso me molestó. Tratando de hacerse el amable, me dijo que no fuera a presentarme así puesto tenía la camisa de deportes resudada y al mismo tiempo (estaba) mojada por lavarme el rostro, a menos que yo quisiera provocar a los demás chicos. Yo le dije que qué le pasaba, que si estaba fumado o qué. Y ahí, diciendo que yo tenía algo en mi camisa, me tocó el pecho, con mucha fuerza. Quedé petrificada, pero antes alcancé a decirle “profesor, nunca más me vuelta a tocar. ¡Nunca!” Cuando él se retiró, no pude contener las lágrimas por la impotencia que sentí. Todo sucedió muy rápido. De allí, salí corriendo para mi casa”.
Le pregunté si había compartido lo ocurrido con algún superior, algún docente, con sus papás, o con sus amigas o amigos.
“No. El docente era mi amigo. ¿Cómo denunciarlo si supuestamente éramos amigos? Papá le hubiese roto en pedazos la cara a ese señor, y eso era lo que menos buscaba yo. ¿Decirle a un docente? ¿A cuál? No tenía sentido confiar en ellos, y menos, porque sentía que entre ellos se tapaban las cosas, una veía como observaban a las niñas. Mire, ese mismo año un chico salió del closet y fueron precisamente esos mismos docentes los que le hacían bullying, así que decirles algo quedaba completamente descartado. La única persona que se enteró de lo sucedido fue mi hermanita pequeña, y eso, porque no lograba de parar de llorar. Nosotras hablamos mucho, y por eso, no permitiré que le suceda lo mismo que a mí, eso nunca”.
Los siguientes meses fueron tortuosos porque pasó de ser alguien medianamente social a permanecer con un círculo bastante cerrado de compañeras del colegio. “Incluso, comenzaron a decir que yo era lesbiana y que tenía novia, porque no quería hablar con los chicos como antes lo hacía. Siempre pensaba en ese señor, y pensaba que ellos harían exactamente lo mismo. Luego, me enteré que eran los mismos chicos los que decían a mis espaldas que yo era gay. No lo soy, pero, ¿y si así fuese, qué? ¿A ellos qué les importaba? Te confieso que odio cómo los hombres validan la violencia contra las mujeres en todas las formas.”
“En éste país, pareciera que ser mujer, tener senos, te convierte en garantía fija de sufrir algún tipo de riesgo. No señor: a ningún hombre esto le valida absolutamente nada, menos verbalizar sus más desagradables insinuaciones.”
Le pregunté si tenía conocimiento respecto al Código de la Infancia y la Adolescencia. Ley 1098 de 2006, Código Penal ley 599 de 2000 – Abuso sexual a menores de 18 años, Ley 1146 de 2007, o si había escuchado sobre alguna de éstas leyes. “Hasta ahora comienzo a identificarlas”.
Es hora de hablar abiertamente sobre violencia sexual en colegios públicos y privados. En riesgo están la vida, la salud física y mental de cientos de miles de menores de edad. Y no únicamente en Bucaramanga o su área metropolitana. Es todo el departamento. En todo lugar.
Debemos hablar de frente, sin tapujos, sobre esta silenciosa violencia que día a día atrapa a más y más menores de edad, especialmente a las niñas y a los menores de edad con orientaciones sexuales diversas. Es hora de revisar y transformar ésta oscura realidad, más allá de la normatividad y de leyes que parecieran, fueran un saludo a la bandera.
Trabajemos para que ésta violencia no lleve a la muerte o al suicidio a los menores víctimas de abuso y/o violencia sexual.
Nadie dice que hablar del tema sea sencillo, pero entre más tiempo tomemos en dar el primer paso, mayor será el número de menores de edad atrapados por esta violencia, que no distingue edad, o clase social.
Twitter: @Diego10T