Por: Diana Ximena Carreño Mayorga/ La búsqueda del sentido de la vida ha acompañado al ser humano desde los albores de la conciencia. Más allá de las necesidades básicas, existe un anhelo profundo por encontrar un propósito que justifique nuestra existencia. En esta búsqueda, el amor y la psicología juegan un papel crucial, actuando como puentes entre la experiencia emocional y la comprensión racional de nuestra vida.
Desde la psicología, particularmente desde enfoques humanistas como el de Viktor Frankl, el sentido de la vida se presenta como una necesidad fundamental del ser humano. Frankl, sobreviviente del Holocausto y creador de la logoterapia, afirmaba que “quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. Según él, el sentido no se encuentra únicamente en grandes logros o ideales abstractos, sino en lo cotidiano: en una conversación significativa, en el cuidado hacia otro ser, en el acto de amar.
Y es justamente el amor uno de los elementos más poderosos que contribuyen a dotar de sentido a la vida. No sólo en términos románticos, sino en su expresión más amplia: el amor a los demás, a uno mismo, a la naturaleza, al arte, o a una causa. Desde una mirada psicológica, el amor es también una fuente de salud mental. Establecer vínculos afectivos seguros y significativos tiene un impacto directo en nuestro bienestar emocional, reduciendo el estrés, fortaleciendo la autoestima y fomentando la resiliencia.
No obstante, el amor también confronta nuestras vulnerabilidades. Amar implica exponerse al dolor, a la pérdida, a la incertidumbre. Es un acto profundamente humano porque nos enfrenta con la imperfección: la nuestra y la de los demás. Aquí es donde la psicología ayuda a comprender que el sufrimiento no es un obstáculo, sino una parte inevitable de la existencia que, si se transita con conciencia, puede ser transformador.
Una vida con sentido no es necesariamente una vida sin dificultades. Más bien, es una vida en la que logramos integrar el dolor como parte del aprendizaje. La psicología positiva, por ejemplo, ha enfatizado la importancia de la gratitud, la esperanza y el compromiso como pilares del bienestar. Estos aspectos no niegan el sufrimiento, pero ayudan a construir una narrativa más rica y equilibrada de la experiencia humana.
En este entramado, el amor funciona como una brújula. Nos orienta hacia los demás, nos invita a salir del egoísmo y nos conecta con lo esencial. Incluso cuando sentimos que todo está perdido, el simple acto de cuidar o ser cuidados puede renovar el sentido de seguir adelante. Amar nos humaniza, y en esa humanización encontramos sentido.
Por otro lado, la vida también cobra sentido cuando nos sentimos parte de algo más grande que nosotros mismos. Esto puede manifestarse en la espiritualidad, en el trabajo por una causa, o en el compromiso con una comunidad. Aquí, el amor se transforma en acción, en entrega, en responsabilidad. No se trata sólo de sentir, sino de actuar desde ese sentimiento para impactar el mundo que habitamos.
En conclusión, la vida cobra sentido cuando somos capaces de integrar el amor y la conciencia psicológica en nuestro día a día. No siempre sabremos cuál es nuestro propósito con claridad, pero cada acto de conexión, cada gesto de compasión, cada reflexión honesta sobre nosotros mismos nos acerca a una existencia más plena. Amar y comprender: he ahí, tal vez, dos de las claves más profundas para vivir con sentido.
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*Psicóloga del Programa de Diversidad Sexual y Población LGBTIQ+ de la Secretaría de Desarrollo Social, alcaldía de Bucaramanga.