Por: Diego Ruiz Thorrens/ Fue el grito más aterrador que, sin llegar a mentir, he podido escuchar hasta este momento de mi Vida. Todo sucedió en fracciones de segundo: el sonido que produce el chirrido de las llantas al frenar en seco, un aullido proveniente de lo que sería un pequeño animal, y los gritos desesperados de Sebastián*, mi pequeño vecino de tan solo 6 añitos de edad.
Fue un momento duro de presenciar. Inicialmente, todos los vecinos pensamos que el menor había sido arrollado por un automóvil. Al ver al pequeño Sebastián tirado en el suelo, buscando recoger el pequeño cuerpecito mientras gritaba y lloraba con desgarrador dolor, comprendimos que la escena era más dura de la que inicialmente pensábamos.
Sebastián, mi pequeño y valiente vecino, acababa de perder a su mejor amigo, a su gato, un precioso animal que había de acompañar al infante desde mucho antes que el menor llegase a este mundo, y que ahora se encontraba en el suelo, muerto por la culpa, la imprudencia y la prisa de un miserable que sólo se detuvo para mirar con desprecio el cuerpecito del animal que acaba de arrollar y de paso, insultar al menor.
“Chino pendejo, recoja esa mierda” – grito el asesino. “Próxima vez, mantengan amarrados a sus animales”, y con la misma prisa con que arrolló al pobre animal así mismo partió de la escena, huyendo de algunas motos que enardecidas lo perseguían para reclamarle, sin importarle los gritos, las lágrimas y el desespero del pequeño que en la mitad de la calle buscaba una respuesta a lo sucedido, escudriñando una posible forma de recoger y salvar a su amigo.
La madre del infante, con lágrimas en los ojos al igual que muchos de los presentes, trataba infructuosamente de calmar al menor. Esto fue más que imposible. Con una increíble fuerza, Sebastián logró desprenderse de su madre y se tiró nuevamente al suelo buscando levantar a su amigo. Nada se podía hacer. El animalito yacía muerto en el cálido suelo.
La muerte del amigo felino de Sebastián me hizo pensar en una realidad que pocas veces observamos, y es la imprudencia, la sevicia y el poco (dígase, nulo) respeto por la vida de los animales que tenemos alrededor. Sólo en la manzana dónde vivo, más de 5 gatos han sido envenenados en pocos meses. Algunas de esas muertes me han hecho llorar, lo confieso. La policía dice “sentirse maniatada” para estos casos.
A su vez, hizo que pensara en otro extremo de la situación, y es el de la hipocresía en la que, como sociedad, nos revestimos para llorar y sentir dolor (principalmente en redes sociales) por lo que ocurre con la vida de distintas especies de animales, muchos de ellos, provenientes de otras latitudes.
¿Sentiríamos el mismo dolor si esos animales que fuesen víctimas de quemas y voraces incendios nos pertenecieran? No. Creo que no.
Pienso en la cruda y terrorífica muerte de millones de animales que en Australia desaparecieron por culpa de incendios forestales, o en el disgusto que más de uno sintió ante la noticia de que posiblemente algunos animales, especialmente perros, eran “utilizados para ser cocinados” en un restaurante de comida china del municipio de San Gil.
Pienso en los sentimientos de desprecio que brotaron ante aquellos que “maltratan la vida de los animales”, reacciones por doquier en las redes sociales. Incluso, pienso en más de un empírico abogado que sacó a relucir los derechos que tienen los animales en nuestro país para el caso del restaurante chino en San Gil y la posible condena que debe recaer sobre la propietaria del restaurante.
Sin embargo, algo no encaja en la llamada lógica ciudadana, y es que da la impresión que entre más pensamos en los animales como figuras ajenas a nosotros, más absurda e hipócrita es la reacción que decimos sentir. Si lo que queremos es la protección real de todos y cada uno de los animales deberíamos primero pensar en aquellos animalitos que nos rodean.
Sé que no faltarán quienes manifestarán que algunos animales “son mejores en una finca”, u otros que dirán que “¿para qué tener animales en casas o apartamentos si eso (un accidente) es lo primero que les va a suceder?”, lógica primitiva y de exclusión, proveniente de aquellos que piensan que como “humanos” no tenemos responsabilidades con los animales.
No quisiera entrar en el debate de los vacíos de leyes, decretos o sentencias como la Ley 1774 de 2016 que penaliza el maltrato animal.
Sólo deseo que (re)pensemos la responsabilidad que tenemos con los más indefensos, especialmente, los pequeños que llegan a nuestras vidas para llenarlas de alegría y sabiduría, y que, para el caso de los niños, pueden enseñarles el significado del amor, el compromiso y la lealtad.
Para este artículo pienso en dos grandes seres humanos: en mi amigo Fabián, verdadero ejemplo con la creación del “Sendero Animal” que ojalá pueda llegar a otros puntos del área metropolitana. También, en la Profesora Carolina Gómez de la UPB, quien, con su ejemplo y su infinito amor por los animales, cuida de la vida de pequeños felinos que muchas veces, son arrojados a su suerte en el campus Universitario.
Twitter: @Diego10T