Por: Andrés Julián Herrera Porras/ Dentro de las discusiones comunes del día a día, esas que se pueden dar con los amigos en medio de una tienda, o con desconocidos en el transporte público, o en los nuevos areópagos virtuales, se suelen ver argumentos de todo tipo y posturas en favor y en contra de casi cualquier tema.
Que todos podamos opinar no es un problema en sí mismo, al contrario, es una garantía de propia de la libertad de expresión. Sin embargo, cada uno debe hacerse responsable de su opinión y, además, garantizar que la misma no sea injusta frente a la realidad a la que se opina, ni frente —para el caso de un debate con otros— al(os) contendor(es) que se enfrenta(n). Dicho de otra forma, su libertad para opinar no puede pasar por encima de los derechos de otros.
Ahora bien, desde la antigua Grecia se ha reflexionado frente al tema. Platón en varios de sus textos deja ver su rechazo a los Sofistas y su constante apuesta por “ganar” los debates a pesar de su falta de aumentación sólida, pues apuntaban a la persuasión a base de sofismas. Aristóteles en su Órganon, realiza toda una sistematización de cómo se puede argumentar mejor, mostrando como las falacias son elemento clave falsear una argumentación.
Con todo lo anterior hay que decir que no hemos cambiado mucho, hoy los debates públicos siguen llenos de falacias y sofismas. De hecho —con esto llegó al centro de esta reflexión—, una de las falacias que se ha empleado desde tiempos inmemoriales y se sigue usando con frecuencia es la denominada ad hominem. Se trata de atacar a la persona y no el argumento.
Algún lector se estará preguntando ¿y eso cómo justifica o qué tiene que ver con el título de su columna? La respuesta a dicha pregunta es la reflexión más profunda que empiezo a continuación:
Soy, cómo muchos, uno de esos que refería al principio que tiene derecho a opinar y que procura hacerlo de manera responsable. Sin embargo, en los areópagos virtuales uno puede encontrarse con personas —y bodegas — que actúan bajo límites éticos muy cuestionables en lo que refiere a su argumentación. Personas que, lejos de disentir con respeto, responde a cualquier comentario con el que no están de acuerdo con una pedrada.
Esta situación no es nueva, en redes sociales no se vive algo diferente a lo que se vive en la calle día a día. Empero, lo que me llevo a cuestionarme fue ver como en pleno siglo XXI la forma constante de insulto —entendiendo la intencionalidad comunicativa con que se emite el mensaje— es referirse a la orientación sexual y/o tachar de la comisión de cualquier elemento que riñe con lo comúnmente aceptable en materia sexual.
Me explico a partir de dos ejemplos puntuales:
- En Instagram desde la cuenta de Yurany Mejía me responde: “usted es de los que ve dos nenas follando y no se le para cierto?” Para atacar un comentario en el que yo criticaba la actuación de Pipe Bueno de amenazar de muerte a un hombre para defender a una mujer en pleno concierto.
- En Twitter —mal llamado ahora x— tres cuentas me respondieron, después de un comentario a otro trino de la congresista María Fernanda Carrascal, lo siguiente: “Mínimo Ud nació en un cuerpo ajeno jajajaja Le gusta que le midan el aceite… bobo malparido”; “Otro cabron más enfermo que la malparida @MafeCarrascal”; “Sapo pajuelo”.
Algunos de estas respuestas, cómo ya dije, pueden ser de bodegas, otros de cuentas personales. A lo que voy con esto es a la falta de solidez en los debates diarios, a lo enferma que esta una sociedad que sigue creyendo que tildar a alguien de homosexual, de “maricón” es un insulto. El problema no es disentir, eso es esencial para el desarrollo de pensamiento, el problema es insultar para callar al que no piensa como uno.
Apuntaciones
- Así no le guste a Yurany sigo pensando que Pipe Bueno se excedió y que no podemos permitir que se amenace de muerte a alguien desde una tarima. La justicia por mano propia no es la vía.
- Frente al debate que hay de la reducción de penas o no a determinadas conductas solo queda decir que el populismo punitivo nunca nos ha llevado por buen camino.
- Se fue el gran Fray Gustavo Gutiérrez, O.P. Paz en la tumba de ese hombre que, junto a otros grandes, permitió a la teología volver a pensar en la necesidad de la Orto praxis.
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*Abogado. Lic. Filosofía y Letras. Estudiante de Teología. Profesor de la Universidad Santo Tomás de Bogotá. Miembro activo del grupo de investigación Raimundo de Peñafort. Afiliado de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino.
Twitter: @UnGatoPensante
Instagram: @ungato_pensante