Por: Francisco García Acevedo/ Daniel Pennac escribe en Mal de escuela que «la soledad y la vergüenza del alumno que no comprende, perdido en un mundo donde todos los demás comprenden» es lo único sobre lo que los profesores podemos actuar. «Solo nosotros podemos sacarlo de aquella cárcel, estemos o no formados para ello», añade el prestigioso escritor francés, que en este libro autobiográfico, publicado originalmente en 2007, intenta adentrarse en el tema de la educación desde una perspectiva singular: la de los malos estudiantes, de los cuales él hizo parte.
He conocido muchos profesores —y yo mismo admito haber sido uno de ellos— que sienten una necesidad especial, harto incómoda, de elogiar constantemente a quienes son sus alumnos más ilustres. En frente de los demás, suelen congratular a aquel que pudo resolver un ejercicio complejo o responder de forma acertada un examen difícil. Algunos de ellos ven en esos alumnos su única razón de ser, su verdadero sentido como maestros: concentrar sus esfuerzos en educar al precoz para hacerlo excepcional, para ver en su flagrancia, quizá, algo de sí mismos.
No soy un experto en pedagogía y carezco de los muchos años de experiencia en docencia con que cuentan aquellos que han sido mis profesores, pero me sobran razones para pensar en la inutilidad de este modo de actuar. ¿Qué se lograría —en un contexto que supuestamente persigue la igualdad— con que el conocimiento fuese accesible solo a un grupo reducido de aprendices? ¿Acaso somos los profesores los verdaderos causantes de la inmanente notoriedad de nuestros alumnos?, ¿serían los insignes menos insignes si otros, en nuestro lugar, hubieran sido sus maestros?
Dado que mi intención no es teorizar sino reflexionar, intentaré dar respuesta a estas cuestiones basándome principalmente en mi propia experiencia, primero como estudiante y luego como profesor. Como cualquier otro alumno, he tenido varios tipos de profesores, y aunque algunos de ellos no ejercieron mayor influencia sobre mí o mis compañeros —intuyo, tal vez, que por su falta de atención al detalle o su desinterés en el ejercicio de educar—, otros lograron horadar la consciencia letárgica de muchos —o casi todos—, a tal punto de hacerse indelebles en el hogar de la memoria.
Un día, ellos llegaron a nuestro salón y nos mostraron que eso que no comprendíamos —y que otros, en años anteriores, nunca nos quisieron enseñar— aún se podía comprender. Nos acogieron y nos revelaron lo desconocido. Nos invitaron a sus casas a tomar clases adicionales, sin cobrarnos. Recibieron nuestras llamadas a deshoras, respondieron nuestros mensajes en Facebook y sacrificaron sus momentos de descanso para seguir enseñándonos.
Al contemplarlos, entré en contacto con una de las formas de amor que más me ha impresionado: el regalo a los otros de lo que uno sabe —en últimas, el empeño en mostrarles a los otros aquello que uno ve y desea que ellos también vean—. Enseñar —y hacerlo con convicción— es amar en exceso a aquellos con los que no hay ningún lazo, y en ese sentido es lo más parecido al amor de Cristo: el afecto por el desconocido, a quien quiero entregarle lo que más precio: mi saber.
En su quehacer, no percibí que distinguieran a alumnos buenos de malos. Su preocupación por alcanzarnos a todos ignoraba la etiqueta del desempeño académico, y esa notable ambición hizo que efectivamente buenos y malos se hicieran indistinguibles en la práctica. Pese a mi fascinación, su método se hizo imperativo para mí solo hasta que ingresé a la universidad y me convertí en uno de «los malos».
Mi primer profesor en pregrado fue un joven que amaba las matemáticas tanto como detestaba enseñarlas. Nunca me lo dijo —jamás cruzamos palabras, excepto durante revisiones de exámenes—, pero incluso un observador mediocre lo habría notado. Su abulia hacia la instrucción se tradujo en mi aversión hacia el cálculo diferencial, sentimiento que me acompañó hasta el curso siguiente, de cálculo integral, donde vino mi primera «redentora».
En la cuarentena, se han hecho populares los apelativos de «héroe» y «heroína» para aludir a médicos, a enfermeras y, en menor medida, a profesores. Más que héroes y heroínas, creo que los maestros pueden llegar a ser redentores. En su papel amoroso, en su entrega incondicional (y no la llamo «incondicional» solo por usar un adjetivo modélico sino porque un educador en verdad no pone condiciones ya que no elige a sus alumnos, que pueden ser brillantes u obtusos), el profesor es el liberador del cautiverio de la ignorancia. Mi profesora de cálculo integral, en efecto, llegó a mostrarnos cómo dominar el monstruo pavoroso que era, para algunos de nosotros, el cálculo. Su carácter fuerte y su mirada distante fracasaban al disimular el gran amor que profesaba al impartir sus clases.
Me sucedió lo propio con algunos profesores de cursos de formación básica y, algunos semestres después, con una profesora de carrera, tal vez la más significativa. Me interesó la interacción dialógica que promovía en sus clases, su metodología poco magistral y más interpelativa —tan cercana a la mayéutica socrática— y, sobre todo, la simplicidad con que lograba presentar lo más complejo. Marcando una notoria distancia con el lenguaje ampuloso característico de otros grupos de la academia, la profesora establecía analogías tan diáfanas, tan prácticas, que no pude evitar copiarlas para mis propias clases, un par de años después.
Hay quienes creen que el mejor profesor es el que crea vínculos cercanos con los estudiantes: el que es maternal, afectuoso, incluso motivador. Yo, en cambio, creo que la relación entre el profesor y el estudiante va más allá del afecto y la camaradería, y se funda en el elemento común del saber, razón por la que uno y otro terminaron cruzándose en el camino. Y en esto reitero mi posición acerca de la verdadera vocación del profesor: el amor que se manifiesta al alumno no es suscitado por el alumno en sí, sino por su existencia en tanto alumno —o sea, por su carencia—.
Cuando uno asume el rol de profesor, decide deliberadamente amar la carencia del otro de quien no sabe nada, ya que tal carencia le da sentido y le ofrece la posibilidad de vivir para él en un proceso de transformación de ella en abundancia. Dicho de otro modo, el amor del profesor es siempre el amor por la igualdad, y sus acciones están condicionadas por la generosidad extrema: dar al otro algo que no tiene y él sí, lo cual implicó primero, para él, conseguir ese algo que antes no tenía.
El día del profesor es la excusa para recordar a todos los redentores que han rescatado alumnos desposeídos. Es la ocasión para dar un abrazo de palabras a quienes amaron nuestra incultura en lugar de nuestra excelsitud. Es el momento para conmemorar a aquellos que, por un azar curioso o una extraordinaria fortuna, nos encontraron y vieron en nosotros la luz tenue que otros no pudieron advertir. Pero también es la oportunidad para decir que algunos, que quisimos replicar sus pasos, no dejaremos de intentar ser como ellos. A lo mejor, algún día lleguemos a ser el redentor de otros, y columnas como esta tengan su contestación.
*Ingeniero de Petróleos y profesor de Literatura
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